-No
dejes de soñar-. Le dijo con voz cansada por el peso de la juventud que
acumulaba sobre su espalda. –Cada vez que soñamos un hada se posa sobre tu
hombro, da tres toques con su varita mágica y extiende polvos dorados a tu
alrededor. Muchos enanitos trepan por tu cuerpo y llegan hasta tu cabeza, se
cuelan en tus ilusiones y las hacen realidad-.
Esas
fueron las últimas palabras de su querida yaya la noche que murió. Ella tenía
tan solo seis añitos. Su yaya la había criado como a una hija desde el día que
sus padres la abandonaron para irse a vivir la juventud que el nacimiento del
aquel bebé, no deseado, les truncó. De ella había aprendido a leer las
estrellas y la luna. Los años pasaron y ya estaba acariciando los treinta.
-¡Ay
yaya, si pudieras arroparme esta noche y contarme una de tus historias! Pensó,
mientras miraba por la ventana como el cielo anaranjado anunciaba la caída del
atardecer que en pocas horas quedaría lejano. Se guisó el agua mágica, que
según su yaya, secaba las lágrimas y endulzaba las penas. Un poquito de
manzanilla, dos hojitas de laurel, unas gotitas de miel y mucho amor. –Con esto
se te irán los dolores del alma, querida-. Solía decirle cuando era niña y
llegaba llorando porque algo horrible le había sucedido en el colegio. Milagrosamente
siempre acababa sacándole una sonrisa, el mejunje y su yaya, haciendo que sus
tristezas se disiparan con el viento. Pero ya estaba mayorcita para cuentos de
hadas y pociones mágicas. Dejó el agua guisada sobre la mesa y se fue a su
dormitorio. –Dormir-. Pensó. –Dormir, eso será lo que anestesie las penas por
unas horas-. El tintineo de una cuchara dando vueltas en una taza la estremeció
y con miedo de encontrarse a un ser maléfico y aterrador, se dio la vuelta
despacio.
Se
paró el tiempo, los planetas dejaron de girar, la luna perdió su brillo y los
corazones dejaron de latir declarándose en huelga.
-Querida,
vuelve aquí y tómate el agua. También sana los corazones rotos. ¡No dejes de
soñar que me espantas a las hadas! ¿Qué no te quiere? Bebe un sorbito y se te
pasa. ¿Qué nunca te quiso? Añádele tomillo y asunto resuelto. ¿Qué es más feliz
sin ti? Endúlzala con azúcar moreno.
¿Qué eres y fuiste un estorbo en su vida? Unas gotitas de tía María, y el
agua te recompondrá el corazón-.
Allí
estaba su yaya, con su pelo blanco recogido en un moño con horquillas, con sus
hermosos ojos azules abrazados por las arrugas. Los labios pintados de rojo,
tan coqueta ella allá en el cielo, seguro que se puso así de hermosa para rencontrarse
con su yayo. Quiso abrazarla pero tenía los pies anclados en el suelo. Su
abuela se acercó con la taza en la mano, le acarició la mejilla y le besó la
frente.
-No
dejes de soñar. Cada vez que soñamos un hada se posa sobre tu hombro, da tres
toques con su varita mágica y extiende polvos dorados a tu alrededor. Muchos
enanitos trepan por tu cuerpo y llegan hasta tu cabeza, se cuelan en tus
ilusiones y las hacen realidad-. Le dejó la taza en las manos y desapareció con
un guiño de ojos.
El
eco de su voz le dejó un último mensaje: -¡Recuerda! Para todo, siempre, agüita
guisada-. Y como antaño, no sabe si el agua o su yaya, pero le sacaron una
sonrisa.