Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

miércoles, 20 de febrero de 2013

El beso



No hay nada más hermoso que un beso. Un beso que se intuye en la mirada. Ese exótico juego en el que los ojos se buscan, tímidos, y vuelven a perderse en la nada, temerosos de que el otro lea en sus pupilas el deseo. Otra mirada que te ruboriza, una sonrisa tonta y un tema de conversación absurdo para saciar las ansias. Y vuelves a alzar la vista y ahí están esos ojos marrones diciéndote en susurros, -yo también quiero besarte-. Se instala el silencio entre ambos, acompañado del palpitar de sus corazones. Las mariposas revolotean allá abajo. Cambian la postura, torpes tropiezan los cuerpos. Y ya no hay salida, la electricidad estática cumple su función y los cuerpos se acercan, se atraen. Dudan. Y surge el beso. Ese roce de labios suaves, ese jugueteo de lenguas húmedas. Es un beso lento e interminable, que a pesar de la pasión que esconde, controla el deseo. La situación se calienta, las manos empiezan a tomar la iniciativa y suben nerviosas, se acarician la cara, el pelo, e intentan guardar en la memoria del tacto, la piel del otro. Los labios se separan. Duele. No entienden qué ha pasado ni si volverá a suceder. Se despiden con color en las mejillas y más calor del habitual. ¡Ay un beso! Todo lo que esconde un beso. Una historia, una caricia, un recuerdo y miles de fantasías. El desvelo en la noche y la añoranza por volver a saborear el elixir que emana de su boca. ¡Ay un beso! ¡Cuánto sabe un beso!

martes, 19 de febrero de 2013

Mensaje en una botella




Llevaba toda la noche sin dormir. Escribiendo una y otra vez retales de su vida. Los papeles en blanco se amontonaban encima de la cama. La luz de la habitación era cálida, se había acostumbrado a la oscuridad. Se sentía protegida y arropada por la penumbra. Cuatro paredes que se habían convertido en su fortaleza. Cuatro paredes fucsias adornadas con cuadros de Miró. Una cama enorme que añoraba compañía. Un amplio ventanal con las persianas bajas para evitar que se colara algún rayo de luz intruso,  y ella y su soledad decoraban su pequeño mundo. Terminó de escribir, leyó el resultado, cogió la botella de cristal e introdujo el mensaje dentro. La cerró con un tapón de corcho y le puso un lazo rojo. Dentro no sólo había un mensaje. Estaban todos sus sueños y añoranzas. Los besos que había dado y los que no volvería a dar. Besos dulces y apasionados. Traviesos y juguetones. Lentos y cálidos cargados de amor. Besos y más besos. Besos forzados y besos con palabras ocultas, te quiero, te deseo, me atraes… Tenía que enviar el mensaje, aunque ello implicase salir de su alcázar. Cogió su desgastada manta rosa y se cubrió los hombros. Fuera la sorprendió el amanecer, sus ojos tuvieron que acostumbrarse poco a poco a los rayos de sol, que insistentes intentaban golpearlos. Caminó durante cinco minutos para llegar a su lugar favorito. Ese lugar que la naturaleza había creado para ella. Un lugar puro, oxigenado. Llegó a la orilla del mar. Las olas le dieron la bienvenida con un tímido susurro y un beso de espuma y sal.  Se sentó en su roca favorita y dejó que el mar le acariciara los pies. Miró al horizonte y buscó un punto fijo. Allá a donde dejaba volar su imaginación. Permaneció en silencio unos minutos, lo que para otros podría ser una eternidad. Amaba el silencio y la calma imperturbable en la que se había asentado su vida. Sacó la botella de su bolsillo, la miró por última vez y con un movimiento rápido y seguro la lanzó al horizonte. Su mensaje navegaría por el mundo, tal vez llegara a algún puerto, quizá lo encontraría su receptor. A lo mejor se perdería en la nada como lo había hecho ella. Se levantó de su piedra y volvió a su dulce morada.
            En la orilla de la playa se encontraba él jugando con su perro. Era una tarde de invierno. El mar estaba enfurecido y las olas se peleaban. Los días eran más cortos y el sol empezaba a esconderse entre el cielo y aquella lejana línea que parecía dividir dos mundos. Llevaba más de una hora allí y los pies de Jaime empezaban a arrugarse. El frío le calaba los huesos y sus mejillas estaban coloradas por los besos helados que le daba el aire. Aun así quería prolongar el momento de volver a casa, que estaba triste y silenciosa desde que María, a quien creía el amor de su vida, se había marchado con otro, que al parecer la hacía más feliz.
Conde no le hacía caso, no atendía a sus insistentes llamadas en ninguno de los idiomas que le hablaba. Jaime se acercó a su perro, jugaba con una botella que tenía un tapón de corcho y un lazo rojo. Se la quitó del hocico con algo de esfuerzo y justo antes de devolverla al mar sintió curiosidad por descubrir qué mensaje oculto llevaba en su interior. Siempre había sido un soñador, le gustaba fantasear con la vida y el amor. Tal vez por eso lo abandonó María, se cansó de que viviera en mundos ajenos al real. Se sentó en una piedra y descorchó la botella, sacó el papel y comenzó a leer.
Querido nadie, tal vez nunca recibas este mensaje porque quizá no existas. Tal vez esa estúpida teoría de la media naranja es sólo un mito que los humanos hemos querido convertir en real y nos pasamos la vida cortando naranjas a ver cuál se adapta a nuestro jugo. Dicen que todos tenemos esa mitad perfecta, que aparece en el momento adecuado para pasar el resto de su vida a tu lado. Querido nadie no quiero que aparezcas. Así que deja de buscarme. Ya he tenido algunas naranjas que han estado demasiado agrias. Creí, en la última mitad que se me acercó, encontrar mi mitad perfecta y volqué mi vida en él. Resulta que no fui  tan perfecta para esa mitad y se fue a rodar por el mundo a probar otras mitades y a mí me dejó sin jugo y sin ganas de probar más frutas. Cambia tu rumbo porque me doy por vencida. Querido nadie espero que algún día recibas este mensaje y lo puedas entender.
Con amor, tu media naranja imperfecta.
Lucia León, 14 de febrero de 1990. Las Palmas de Gran Canaria.
Anocheció mientras Jaime estaba perdido en la lectura de aquella carta. Era de 1990, calculó velozmente, ese mensaje llevaba navegando más de treinta y cinco años, era catorce de febrero del dos mil veinticinco, y había llegado a sus manos el mismo día que esa extraña y desconocida mujer se abandonó al desamor y a la soledad. Tal vez debía leer entre líneas, las cosas siempre pasan por algo. De pronto sintió un enorme deseo de conocer a Lucía. Cuánto años tendría ahora, seguiría viviendo en Canarias, si es que aún vivía. Qué habría sido de su vida. Lucia había conseguido que dejara de pensar en María por un segundo, y tomó una decisión. Como buen periodista intentaría encontrar a esa misteriosa mujer. Recordó la cita de Miguel de Cervantes: Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.
Y con este último pensamiento se marchó con su perro y la botella como un niño con un tesoro.