Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

jueves, 10 de abril de 2014

¿Quieres qué te diga una cosa?



¿Una demostración de amor? ¿Acaso no era suficiente todo lo que le demostraba? Se pasaba la vida consintiéndolo, y a él lo único que se le ocurrió antes de darle las buenas noches, fue pedirle una demostración de amor pública.
Laura no salía de su asombro. Estaba cansada de estar sujeta a continuos exámenes que ponían a prueba la credibilidad de su amor. Estaba harta de escucharlo hablar de probabilidades y porcentajes en las relaciones humanas… ¡Claro qué había un cincuenta por ciento de posibilidades de que le fallase! También había otro cincuenta de que no lo hiciese. Pero eso no era suficiente. Él quería más. Próximo a soplar cuatro decenas en su cercano cumpleaños, quería como regalo otra prueba de su amor incondicional.
Llegó. Miró la fachada buscando un cartel que le indicase que estaba en el lugar correcto. <<Buenas noches, qué tal estás. Yo no muy bien…he estado dándole vueltas a eso de la demostración de amor, y estoy un poco cansada de este juego. Tienes tres opciones, creerte que te quiero, quedarte con la duda o no creértelo en absoluto. De tu mano lo dejo. ¡Ah, por cierto, sintoniza la 101.0!>> le dio a enviar al mensaje y entró en el local.
Un hombre de espesa barba le indicó desde una mesa que estaba en la habitación contigua, delimitada con amplias cristaleras, que se alegraba de verla con un guiño de ojos y el pulgar hacia arriba.
-Unos minutos de anuncios publicitarios y volvemos con el apartado del programa: ¿Quieres qué te diga una cosa?
El hombre se quitó los cascos y salió de la urna en la que estaba.
-Hola, Laura, encantado de volver a verte. ¿Estás preparada?
-Hola, Jaime, la verdad es que no estoy muy segura de querer hacer esto, pero… ¿Son muchos los oyentes de este programa?
El locutor soltó una sonora carcajada que a ella se le antojó estridente. Nada tenía que ver con la dulce voz que (parecía) tener cuando lo escuchaba tumbada en la cama de su habitación cada madrugada. Su ayudante les indicó que en breves minutos daría comienzo la sección.
-Sólo algunos millones, nada de lo que preocuparse. Bueno, como te expliqué el otro día, yo entraré en antena, explicaré en qué consiste esta sección y te presentaré como invitada. Tú nos contarás un poco de ti, y del por qué nos acompañas esta noche. Leerás tu historia y finalizaremos contestando a las preguntas de los oyentes que nos llamen. ¿Alguna duda?
 La cabeza le daba vueltas. ¿Estaba segura de lo que iba a hacer? Él le había pedido una declaración de amor pública y ella estaba cansada de su juego.
-Tres, dos, uno…dentro-. –Buenas noches, queridos oyentes, estamos otra madrugada más haciéndonos compañía en esta sección del programa: ¿Quieres qué te diga una cosa? Hoy nos acompaña una joven que se llama Laura y al parecer tiene algo que decirle a alguien. Buenas noches, Laura. Cuéntanos qué te trae por los estudios de Cadena en red, y quién es esa persona a quién tienes que decirle algo.
-Hola, si…bueno yo quería…-. Tenía la boca pastosa. Seca. Le ardían las mejillas. El locutor la animó a seguir con una sonrisa. –Bueno, yo estoy aquí porque tengo algo que decirle a mi novio.
-¡Oh, una declaración de amor! ¿Y cómo se llama tu novio?
-Rodrigo. Rodrigo Fleitas.
-Muy bien, pues adelante. Te escuchamos.
Cogió el aire suficiente para no tener que volver a hacerlo hasta que terminara de leer.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que no quiero volver a verte. No quiero saber de ti. De tu vida. De tus éxitos o fracasos. […]
El periodista la miraba con asombro, y en otro lugar de la ciudad, alguien, después de leer un mensaje y esbozar una sonrisa, sintonizó la emisora 101.0. Sonrisa que comenzaba a difuminarse con cálculos mentales de probabilidades y porcentajes de que una vez más le habían fallado.
[…] ¿Quieres qué te diga una cosa? Que se me acabaron los te quiero. La paciencia y la dulzura. ¡Qué se me acabó lo bueno! ¡Se te acabó lo bueno!
¿Quieres qué te diga una cosa? Que hasta aquí. […]
En la cabina de radio el aire pesaba. El locutor sabía que los índices de audiencia subirían aquella noche como la espuma. Tal vez, consiguiese ese anhelado aumento que llevaba años mendigándole a su jefe. En una habitación de la ciudad, las lágrimas de decepción, rodaban por unas mejillas a las que ya no les quemaba la sal.
[…] Hasta aquí porque no quiero quererte, sino amarte. No quiero saber de tu vida. Quiero estar en ella. Aquí o allá. En la luna o en Pekín, ¿qué más da? No quiero saber de tus éxitos. No de oídas. Quiero estar en ellos. Aplaudirlos. Sudarlos. ¡Sí, sudarlos! Juntos. Tampoco quiero estar en tus fracasos. ¡No, por supuesto que no! Lo que quiero es evitarlos. Olerlos antes de que surjan y patearles el culo si se acercan a ti.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que se me acabaron los te quiero porque le han dado paso a los te amo. ¿A los te amo? ¡Sí! Amarte con los ojos abierto o cerrados. En la distancia o aquí, pegados como parásitos. Chupándonos la sangre. Para bien. Nunca para mal. Parásitos de los buenos, de los que están en peligro de extinción. ¿Y la paciencia? También se me acabó. ¿Para qué la quiero? ¿Para esperarte? No la necesito. Paciencia: dícese de la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse.  ¡No! Definitivamente no necesito a la paciencia. Se puede ir con la dulzura (que repugna). Yo soy más de limón y sal. A veces hasta escuezo, pero lo soluciono poniéndole tequila a las heridas, que dan paso a tu sonrisa y a la mía, bailando al son de los acordes que nacen de las chispas que saltan con nuestras miradas.
¡Se me acabo lo bueno, sí! ¡Se te acabó…se nos acabó lo bueno! Porque ahora empieza lo mejor. La buena vida. La curva de la felicidad. La de las siestas largas, las caricias que desgastan y los besos que alimentan. Llegó la hora de escuchar canciones que nos hagan llorar por creer que todas cuentan nuestra historia.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que quiero correr contigo. Soltando lastres y amarras. Desnudándonos del pasado y poniéndonos la piel del presente. Riéndonos de las críticas y de los miedos. Del qué dirán y del qué habrán dicho.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que será duro, difícil y en ocasiones se tornará imposible. Que lloraré. A lo mejor tú también. Y el desconsuelo será quien nos abrigue el llanto. Que tendremos que abrochar la esperanza (por si decidiese escaparse) y sembrar la ilusión. ¿Pero, quieres qué te diga una cosa? ¡Qué valdrá la pena! Por ti. Por mí. Por el mundo que nos verá bailar descalzos. Por la luna que iluminará nuestras noches…Por las flores que no nos regalaremos y los bombones que compartiremos. ¿Quieres qué te diga una cosa? Que las margaritas podrán descansar en paz. ¡Qué no tiemblen sus pétalos! No necesitaremos los: ¿me quiere, no me quiere? ¿Por qué me quieres, verdad? Da igual, no me lo digas. Las palabras se las lleva el viento…Y los hechos…los hechos pasan de moda. Que ahora estamos aquí, y mañana…mañana no sé. ¿Pero, quieres qué te diga una cosa? Que no quiero otra vida si no es contigo.
Terminó de leer y volvió a coger aire para contrarrestar el tono lila que había tomado su cara. Los sesenta segundos que componen un minuto se multiplicaron. El periodista tomó la palabra (algo escuetas para su profesión) que se redujeron a halagos por lo que acababa de escuchar. Su ayudante le indicó (levantando un cartel desde el exterior de la habitación de cristales) que las líneas estaban saturadas. Respondieron a las preguntas de los oyentes, y Laura agradeció las felicitaciones por su valentía y sus hermosas palabras. Él no llamó. ¿Seguía sin ser suficiente? Abandonó el estudio dos horas más tarde de lo previsto. Ya era noche cerrada. La humedad de las madrugadas de invierno se posó sobre ella. Una sombra la esperaba apoyada en una farola. Una sombra que fue tomando forma humana a medida que se acercaba. Allí estaba. Con los ojos hinchados de haber estado llorando, y con el alma hecha pedazos por no haber identificado el verdadero amor hasta ese momento.
-Perdóname. De las tres opciones elijo la primera. 


lunes, 7 de abril de 2014

Cascabeles para el corazón

-¿Y por qué, mamá?
-¿Porque así, siempre, sabrás dónde está cuando lo hayas perdido?
-¿Y si los pierdo pero no suenan? ¿Cómo sabré dónde están?
-Confiando, cariño. Hay respuestas que sólo obtendrás confiando.
Las gotas de lluvia chocaban contra el cristal emitiendo un pequeño sonido. Gotas suicidas que venían a poner fin contra su ventana. O tal vez, gotas víctimas del homicidio de unas nubes que las arrojaron al vacío sin contemplación. Se acurrucó un poco más. Sólo cinco minutos. Volvió a recordar aquella conversación.
-¿Confiando? ¿Y cómo se confía? ¿Cómo sabré cuando estoy confiando? Todo esto es muy complicado.
-Pequeña, sabrás que estás confiando porque te lo dirá el corazón. Hará sonar los cascabeles.
-¿Pero, y si no suenan?
Su madre la miró. Le acarició la cabeza. Le besó la frente, y se durmió. Para siempre.
Creció intentando escuchar los cascabeles de su corazón. Maduró a base de ensordecedores tintineos de unos cascabeles desprogramados para el amor. Mala suerte, lo llamaban sus amigas. Pero ella sabía que había algo más. Tal vez su pobre corazón era discapacitado. Quizá, debería llevarlo a algún doctor que lo curase. Descartó el cardiólogo. Su dolencia no era física. Recordó a su madre. Sólo tenía once años cuando murió. –Confía-. Se repitió. ¿En qué o en quién?-. Miró al techo.   -Mándame un señal, mamá-. Un rayo iluminó la habitación. –La verdad que esa señal me ayuda poco, eh-. Otra ruptura. ¿Más o menos dolorosa? ¿Culpa de ella o culpa de él? Dejó de pensar. Tampoco le dolía tanto. Todas acababan igual. Con un tenemos que hablar…no eres tú soy yo…es que no estoy preparado para enamorarme…creo que eres más de lo que me merezco… ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ser mala? Su amiga Paola siempre se lo decía: -A los tíos hay que darles caña, cuando se lo pones todo fácil se cansan. ¿Por qué crees que yo y mi Javi llevamos tantos años? Pues porque si él dice que quiere blanco yo le doy negro. Si quiere pan, le doy bizcocho. Es así, amiga mía. Trátalos mal, y de tu mano comerán-. ¿Deshumanizarse? Aceptó el desafío. Total, la bondad sólo la había conducido al sufrimiento, quizá la soberbia, el egoísmo, y la desdicha (porque alguien deshumanizado es desdichado) le asegurarían el amor eterno.
Las gotas caían con más fuerza. El cristal de su ventana aguantaba, con estoicismo, los golpes de la naturaleza. Miró el cielo. Un inmenso vientre gris pariendo lágrimas. Lo vio. En el alféizar de su ventana había un gato, gris también, mojado y con tristeza en la mirada. Ladeó la cabeza cuando la vio. Aruñó la ventana con su pequeña patita, invitándose a pasar. Suplicando cobijo. Marta la abrió. Volvió a cerrarla. Puede que dejando al gato fuera, mojado, con el frío calándole los débiles huesos de su vertebrada columna, y con el hambre gritándole desde el fondo de su barriga gatuna, comenzaría su proceso de deshumanización. Le dedicó una última mirada al gato. Este, sabiéndose abandonado, lanzó un pequeño maullido. –Te perdono-. Escuchó Marta. –Los gatos no hablan, estúpida-. –Los gatos no, pero los cascabeles del corazón, sí-. Barrió su habitación con una rápida y temerosa mirada. ¿Estaba oyendo voces? –Confía-. Dijo un eco lejano. Abrió nuevamente la ventana, cogió al gato, que temblaba (como gelatina ante la presencia de un cuchillo) y lo arropó con una manta. Calentó leche y se la dio. El gatito, agradecido, lamía el cuenco y le correspondía a su salvadora con pequeños maullidos. Marta miró su cuello. Llevaba un collar con dos cascabeles y una placa con un número de teléfono y un nombre (intuyó que el del gato) ya que esperaba que su dueño no se llamara: “Garfield 22”. Cuando los espasmos del animal cesaron, y hecho un ovillo se durmió, llamó al número que aparecía en su collar.
-¿Sí?
-Hola, ¿eres…Garfield 22?
-¡Oh, por favor! ¿Dígame que lo ha encontrado?
-Sí, he encontrado a su gato. Estaba en mi ventana hace un rato. Si lo desea podría darle mi dirección y recogerlo.
-¡Claro! Tomo nota.
Marta observaba al gatito dormir. Lo envidió. Había alguien que se preocupaba por él. Que notaba su ausencia. Que lo echaba de menos y salía, en plena tormenta, en su busca. Había alguien que le había puesto una placa para que siempre pudieran localizar a su dueño. Deseó ser gato. Tal vez debía suicidarse y reencarnar en felino. Con su suerte, seguro que la pondrían en un almacén a cazar ratones, rodeada de gatos callejeros. Desechó la idea.
Sonó el timbre. En el rellano había un joven apuesto. Con rostro de preocupación.
-Hola, soy Andy. Muchas gracias por llamarme. ¿Y Garfield?
Marta lo invitó a pasar. Fue al salón y cogió una manta rosa que envolvía al gato.
-Debe ser un gato con súper poderes para causar tanto alboroto por perderse-. Andy notó ironía en su tono.
-Los tiene. Me hace feliz.
-Pues será el único ser vivo que lo consiga.
Andy volvió a mirarla. Vio su reflejo. Sabía qué tenía razón. Sobreprotegía a un gato porque nadie lo había protegido nunca a él. Y se conformaba con la sumisión de aquel animal que se mostraba agradecido sólo con que le pusieran de comer y le rascaran la barriga. Su existencia se le antojó insípida.
-¿Me invitas a un café? Así podría contarte muchos de sus súper poderes.
Marta dudó. El gatito se despertó y al moverse entre la manta hizo sonar sus cascabeles. Una voz, procedente del más allá, o del más adentro, le recordó…Confía.