Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

lunes, 12 de agosto de 2013

Antología de una prostituta 1



Puso flores en el jarrón de porcelana fisurado que había encima de la mesa de aquel cuarto número sesenta y nueve (la numerología conspiraba a su favor para que su primera vez fuera perfecta). Supervisó el baño y echó un chorro de lejía en el amarillento retrete. Abrió el grifo del lavamanos para que saliera el agua marrón de las tuberías y fluyera hasta que comenzara a ser transparente. Le dejó (al desconocido que estaba por llegar), una toalla limpia, (aunque descolorida y áspera por las historias de las pieles a las que había acariciado). Encendió   un incienso, extendió con la mano las arrugas de las sábanas blancas con el logo del hostal descolorido en la esquina y se sentó. Miró el reloj. Eran las cinco y media. Llegaba con retraso. Se miró al espejo y se pellizcó las mejillas. Inhaló y exhaló. Se ajustó el corsé que había comprado en un chino de camino al lugar (consecuencia de su equivocada compra eran los sarpullidos que comenzaban a salirle en la piel) y se subió el liguero. Dos golpes en la puerta le anunciaron que había llegado el tren con destino a su próxima vida. –Tú puedes-. Se alentó antes de abrir.
Al otro lado de la puerta se encontró a un hombre de unos cuarenta años, de metro ochenta y piel grasienta, con marcas de sudor en las axilas que hacían parecer más verde su camisa. Masticaba un palillo de dientes y parecía tener cierta molestia en la entrepierna (dedujo por su constante rascar y rascar).
-Tendré que ver si después de rascar hay premio-. Pensó, intentando meterse en el papel.
-Morena, no tengo mucho tiempo-. Gruñó, mientras señalaba un enorme camión aparcado a escasos metros. Era un camión de caja cerrada, destinada únicamente a contener y proteger la carga, acondicionado, con una estructura diseñada y construida para transportar mercancías a temperaturas controladas por unas paredes de unos cuarenta y cinco milímetros.
-¿Empezamos, muñeca?-. Insistió el cliente (quien siempre tiene la razón), mientras escupía en el suelo. Ella se había ido por unos segundos a algún lugar de su infancia, en el que viajaba con su padre (camionero también) por todo el país. De él aprendió todo lo que sabía de camiones. Pero ser camionera no era un trabajo de mujeres. Mejor ser puta.
-¡Claro, pasa!
El machote inspeccionó el cuarto y pasó el dedo por el alféizar de la ventana buscando una mota de polvo (a pesar de no poder presumir de limpieza en sus propias carnes).
-Una puta limpia-. Masculló. –Me gusta.
Se sentó en la cama y se quitó las botas dejando al descubierto unos calcetines que advertían haber sido blancos en algún momento.
-Debes ducharte, es una de las condiciones del servicio.
El cliente, a regañadientes, accedió, molesto por las exigencias de una puta tan limpia. Las otras, a las que frecuentaba, les daba igual una cama que un callejón, que olieses a rancio o a Armani, siempre que pagaras.
Vicio, que así se llamaba en su anuncio del periódico, puso música. Bailaban en la estancia, libres y ligeras, las dulces notas de una canción de jazz y el camionero pensó que ese polvo con música y ducha le iba a costar muy barato.
Salió desnudo del cuarto de baño y Vicio lo vio más atractivo. Sin preliminares ni calentamiento comenzaron a jugar el partido. Él, a entrar en portería, ella, a dejarse meter un gol. No hubo besos ni caricias. Algún susurro del tipo: -te gusta, puta-. Con alguna respuesta automatizada del tipo: -Si, me encanta-. Varios zarandeos, saques de esquina, fuera de juego y gol. Él vacío dentro de ella y ella llena de él.
En silencio se separaron los cuerpos solapados hasta el momento y con un fingido pudor volvieron a vestirse. El camionero, adiestrado en el servicio de la prostitución,  le dejó treinta euros al lado del jarrón de porcelana fisurado y ajustándose el pantalón a la altura de la entrepierna ya descargada, se fue, como un torero después de una buena corrida.
Vicio, se quedó allí, inmóvil. Vestida, pero con el alma desnuda. Sin dignidad pero con treinta euros en el bolsillo. Fue su primera vez, nada erótica ni placentera (y es que no se debe mezclar el trabajo con el placer). Se dirigió a la ducha y dejó que el agua turbia borrase las huellas de su primer cliente, para reinventarse, con algo más de experiencia, para el segundo.