Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

lunes, 19 de agosto de 2013

Antología de una prostituta 2



Con treinta euros el mundo se ve de otro color. Aunque sigues formando parte de los pobres de esta sociedad, el tintineo de las monedas en el bolsillo apacigua la necesidad.
Paseaba con paso firme (a pesar de la altura de los tacones) por la ciudad, y se volvía y sonreía cuando alguien le decía un piropo. Puso en práctica la famosa postura, pecho hacia delante culo hacia atrás. Aun era un poco torpe en su quehacer, y es que convertirte en prostituta, actuar como una prostituta y llevar el vicio en la sangre (aunque ella lo llevaba como nombre), no es tarea fácil. Como cualquier ciudadano (hasta antes del camionero no se lo había podido permitir), se sentó en una cafetería y con ensayada elegancia cruzó las piernas. Levantó la mano y con un delicado movimiento le indicó al camarero que podía tomarle nota de su pedido.
-Una manzanilla, por favor.
Mientras esperaba, fingió leer el periódico. Con sumo cuidado (para que nadie se diera cuenta) fue a la página de contactos y leyó su anuncio, que iba acompañado de dos buenas razones a las que llamar tetas, como imagen:
“Joven diosa del placer lo tiene rico, calentito y preparadito para ti. Llámame, saciaré todos tus deseos. Vicio. Disponibilidad 24h”.
Cerró el periódico y le dio las gracias al camarero que le trajo la infusión y con fingido disimulo le miró el escote. Justo cuando se acercó la taza a los labios la sobresaltó el estridente sonido de su teléfono, provocando que se echase por encima la manzanilla. Con movimientos espasmódicos cogió servilleta para secarse el agua hirviendo que le cayó en los muslos. –Ahora sí puedo decir que lo tengo calentito-. Se burló.
El camarero, con desmesurada eficiencia, la ayudó a secarse. El teléfono continuaba sonando y pensó que había alguien mucho más caliente que ella (y no por derramarse el agua guisada encima).
Descolgó y se alejó de aquel mozo de manos inquietas (y no precisamente para servir café).
-Alo.
-¿Vicio?
-Sí, papacito, ¿con quién hablo?
Aquel forzado acento sudamericano no le quedaba bien, pero ella tenía la estúpida creencia de que a los hombres les gustaban las mujeres que hablaban como gatas desmayadas.
-Con el papacito que te va a castigar por ser mala.
(Al parecer no era tan estúpida su creencia).
-¿Y qué piensas hacerme? He sido muy desobediente.
-Tú dime hora y lugar, que yo llevaré el cinto para azotarte.
Se mordió el labio inferior, no estaba segura de querer que le dejaran morado el culo, pero en sus circunstancias treinta euros, eran treinta euros.
-A las doce en la calle La Naval, habitación sesenta y nueve.
-Allí estaré, mamacita rica.
Entró en la cafetería y pagó su infusión, ahorrándose la propina, ya que aquel empleado se había puesto las botas gratis (y no referente al calzado).
Llegó al hostal y cogió la llave de su habitación, de la que disfrutaba  siempre que quería a cambio de hacer feliz al dueño de las instalaciones, un viejo verde de avanzada edad. A sus setenta años no era muy difícil de complacer y en ocasiones no era necesario llegar al final, ya que el anciano se encendía con la misma velocidad que se apagaba (por suerte para ella).
A las doce en punto golpearon la puerta y su subconsciente la traicionó porque empezó a quemarle el culo.
Cuando abrió (nunca sabía qué se iba a encontrar), vio a un hombre espectacular. Era alto, de complexión fuerte, pero no musculoso. Con el pelo rubio y liso. Los ojos verdes y la piel curtida por el sol. Al sonreír dejaba al descubierto una hilera de perlas brillantes. Una bocanada de aire le trajo su olor, una mezcla entre jabón y aftershave. Su mirada era turbia, a pesar de la belleza del color de sus ojos. En la mano derecha llevaba un cinto con el que se golpeaba, suavemente, la palma de la otra mano.
-Has sido muy mala, nena, y me has obligado a venir hasta aquí para castigarte.
Lo dejó pasar y se saltó el protocolo de la ducha. Aquel hombre podía ser un depravado, pero no era sucio. La puerta se cerró y Vicio quedó contra la pared.
-Agáchate-. Le ordenó.
Ella, echando el culo hacia atrás, bajó el tronco y dejó las piernas totalmente estiradas. El castigo iba a comenzar…
CONTINUARÁ…