Las despedidas
están teñidas de todas las emociones sentidas por el ser humano, las hay de
todos los
gustos, voluntarias y forzadas. Sin embargo, todas dejan la misma
sensación de vacío y melancolía. Las más dolorosas son las forzadas. Cuando
debes mirar a alguien a los ojos, ojos que ahora te parecen más hermosos y
profundos, y observas en ellos el desconcierto de no entender qué está pasando.
Esto te provoca una punzada en el corazón. Te planteas si estás haciendo lo
correcto. Pero te convences de que sí. Siempre es mejor una despedida a tiempo
que una mirada de decepción. Y ahí, convencido por ese falso argumento, dices
adiós. Te tiembla la voz, te sudan las manos y tus ojos se van ahogando en una
cascada de lágrimas que amenaza con salir descontrolada. Lo observas a él, su
cara se ha desfigurado, la ha atrapado el dolor y lo desforma por momentos. A
pesar de que has dicho adiós no te mueves, sigues ahí, estático. Realmente no
quieres irte, sabes que desde el momento que te des la vuelta, todo habrá
acabado, se habrán roto todos los lazos. Adiós a los besos al amanecer, a los
paseos por la orilla del mar en invierno, mientras la brisa helada intentaba
enfriar tu cálido corazón. Adiós a las jornadas de pescas, a tumbarte junto a él
en la hamaca, abrazados, mientras esperaban impacientes la captura de algún
pez. Adiós a los chistes, a las caricias, adiós a esconderse. Pero es mejor
así. Lo ves llorar y lloras tú también. Te vas alejando mientras la conciencia
te golpea una y otra vez llamándote estúpido por dejar escapar la felicidad,
por echarlo de tu vida…
Roberto y Luís
llevaban dos años trabajando juntos como Director y adjunto de una importante
empresa de marketing, ambos eran apuestos, divertidos y profesionales.
Trabajaban codo con codo y conseguían las mejores campañas publicitarias, pero
no eran el tema de tertulia durante el café por sus éxitos profesionales, más
bien por lo atractivos y deseables que eran para las mujeres de la empresa.
-¿Has visto la
camisa que llevaba puesta Roberto? Dios como le marcaba esos pectorales-.
Comentaba Lucía, la recepcionista.
-Y qué me dices
de Luís, esa barba de tres días, esa cabeza afeitada al cero…Comentaba
Margarita, la secretaría de Luís.
-Siempre van
juntos, seguro que son unos ligones empedernidos que van por ahí encandilando a
chicas bobas como ustedes y luego si te he visto no me acuerdo.
Todas miraron a
Julia, siempre estropeaba sus fantasías con algún comentario fuera de lugar.
Lo cierto es que
la realidad se alejaba mucho de lo que pensaban de ellos. No sólo eran
atractivos, además poseían una gran sensibilidad, eran cariñosos y amables. Y
se amaban. Se amaban a escondidas por los pasillos, en el cuarto de la fotocopiadora,
en el baño… Se miraban y se decían innumerables frases de amor jamás escritas.
Se intercambiaban papeles lentamente, para disfrutar del roce fugaz de sus
manos, roce que les erizaba la piel, que les estremecía el corazón y ponía en
alerta sus sentidos, desbocando el frenético deseo de acariciar cada escondite
de su cuerpo.
Así empezó todo,
con miradas furtivas, sonrisas ingenuas que realmente escondían un toque de
malicia. Luego pasaron a trabajar durante horas y quedarse solos en la oficina,
los besos, las caricias mientras innovaban nuevas estrategias de diseño,
terminando juntos en casa de Roberto, explorándose, disfrutando uno del otro y
dejando en el cajón de la mesilla de noche la conciencia de Luís.
-¿Otra noche de
duro trabajo?-. Preguntó mimosa Amanda, la novia de Luís.
-Sí otra noche
dura, me voy a la cama-. Y sin mirarla a los ojos se sumergió en el edredón de
pluma, intentando absorber el olor de Roberto, que aún permanecía en su cuerpo.
-Pero es que ya
no tienes tiempo para mí, todo es Roberto, Roberto, la empresa…Y yo me pasó las
horas muertas en esta inmensa casa. ¡Ya ni me tocas!
-Amanda por
favor, estoy cansado.
-Siempre estás
cansado-. Replicó ella harta de haber pasado a un segundo plano.
Los sentimientos
crecían y la vida de Luís se ponía patas arriba enamorado de un hombre, él que
siempre se había considerado un macho, él que había enamorado a cuanta mujer quiso,
él que tenía una novia perfecta, una casa perfecta y un trabajo perfecto. Pero
se había vuelto a enamorar, de alguien no tan perfecto, de un hombre.
Y los problemas
empezaron a surgir, Amanda lo recibía cada noche a las tantas con una tormenta
de reproches, Roberto le exigía más, no quería ser el otro, el amante de un
homosexual reprimido que seguía fingiendo amar a su novia, de la que tal vez
nunca estuvo enamorado. En la empresa empezaban los rumores…
-Ay madre, ay
madre, lo que he visto-. Chismoseaba Lucía.
-Suéltalo ya,
qué ha pasado, no habrás visto entrar a mi hombre con una mujer-. Preguntaba
nerviosa Margarita.
-Resulta que iba
yo como siempre en mi mundo, cantando por el pasillo, cuando pasé por el cuarto
de la fotocopiadora y escuché risas, y claro como a mí no me gusta perderme
ningún chiste entré sin llamar.
-¿Y?-. Preguntaban
las demás nerviosas.
-Pues que de un
brinco se separaron Luís Y Roberto y a juzgar por sus caras y su comportamiento
estaban demasiado pegados y cariñosos.
-¿Y qué pasó
luego?-. Cuéntanos, exigía Margarita.
-Luego cogieron
las fotocopias y Luís salió como alma que lleva el diablo.
-Dios mío, mi
hombre es gay. Tanto tiempo arreglándome frente al espejo cada mañana para
llamar su atención, los escotes, las faldas y sin causar ningún efecto. No soy
yo, es él-. Se consolaba Margarita.
Rumores, peleas
con Amanda y su negativa a aceptar la realidad de que amaba a un hombre como
jamás había amado a una mujer, descubrir sensaciones, caricias y pasiones que
nuca pensó que existieran lo hicieron comportarse como un hombre y arreglar la
situación. Los hombres aman a las mujeres, así que dimitió, arregló las cosas
con su adorada novia y se despidió de Roberto.
Las despedidas
están teñidas de todas las emociones sentidas por el ser humano, las hay de
todos los gustos, voluntarias y forzadas. Sin embargo, todas dejan la misma sensación
de vacío y melancolía…