Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

miércoles, 29 de febrero de 2012

La Culpa

Al abrir la vieja puerta la invadió el olor del pasado. Olor a tostadas con mermelada, galletas caseras, vacaciones de veranos e historias de terror junto a la chimenea. Cerró la puerta y sólo escuchaba el sonido de sus pasos. Creyó oír las notas traviesas salir del violín de su abuela. Los recuerdos, de forma elegante, la fueron visitando evocando cada momento que pasó en aquella vieja casa de campo. Algunos eran alegres, otros en cambio estaban teñidos por la tristeza. Pero había un sentimiento que no la había abandonado desde que recibió la noticia. Ese sentimiento que la había hecho regresar allí.
El tiempo había dejado su huella en forma de polvo, una espesa capa cubría los muebles de nogal que la vieron crecer, admiró el perfecto orden en el que se encontraba todo,
-cada cosa en su lugar nunca se perderá-, solía decirle cuando era niña.
Isabelita era una mujer de ochenta años, de fuerte físico y envidiable vitalidad. Siempre tenía una afable sonrisa en sus arrugados labios y palabras de aliento cuando te veía desfallecer. Su adorable marido había fallecido cuando aún eran jóvenes, y ella tenía tanto amor por dar que la convirtió en la razón de seguir con vida. A menudo le contaba historias sobre su abuelo, lo hacía con un brillo en los ojos y un calor en el corazón que no había borrado el tiempo ni los metros bajo tierra en los que él descansaba. Un brillo que reflejaba que el verdadero amor existe y perdura aunque estemos lejos de la persona amada. Le gustaba coser, tocar el violín y las flores. Sin embargo cuidar animales no era de su agrado, aunque tenía un mirlo. –Este mirlo morirá conmigo, total no molesta a nadie-, solía decir. Y así fue. Siguió paseando por la estancia acariciando con su dedo índice los muebles, arrastrando el polvo y algún recuerdo. En la sala de estar vio la mecedora y su manta de cuadros roja. Sentada en su falda mientras ella la mecía lloró su primer desamor, y celebró sus éxitos. Volvió aquel sentimiento que no la abandonaba. Había sido tan feliz en aquella casa…
Subió al que había sido su cuarto. Las cortinas rosas que colgaban de la ventana estaban descoloridas por el sol, sobre su cama estaba el último libro que había leído antes de abandonar el nido familiar, “Un lugar en el que nunca he estado”. Todo estaba intacto, su querido peluche Pancete, los pósters de sus grupos favoritos. Sus primeros pintalabios… Una ráfaga de aire frío entró por la ventana, los inviernos allí eran húmedos. Cuando era niña siempre se quejaba del frío que hacía en aquella casa. Una noche su abuela entró en su habitación mientras ella leía. –Mira te he bordado una manta, espero que con esto no pases frío-, le dijo mientras la arropaba. Era preciosa, tenía bordados los colores del arco iris, ese que tanto le gustaba mirar porque anunciaba que la lluvia se había ido y podía salir a jugar entre la hierba húmeda. Echó algo en falta, su viejo álbum de fotos. Eran un recorrido en el paso del tiempo, ella con seis años y algunos dientes de menos, ella de adolescente y algunos granos de más, su graduación, su primer baile escolar…buscó en los armarios de su cuarto, en las cajas en las que guardaba las cartas de amor, pero no lo encontró. De pronto, como si alguien se lo hubiese susurrado al oído se dirigió al dormitorio de su abuela. Allí, sobre su cama estaba la manta que le bordó cuando era niña, y junto a ella su álbum de fotos. Se estremeció. Y aquel sentimiento se volvió más agudo, más cruel y se hizo notar con más fuerza. Era culpabilidad.
Isabelita había llorado la partida de su nieta. Deseó retenerla a su lado hasta el fin de sus días, nunca le había gustado la idea de morir sola. Pero ella también se había enamorado y cuando el corazón dormido despierta a la pasión se desatan guerras desconocidas en las que nos adentramos sin armaduras dispuestos a morir amando. Los días que siguieron a su partida fueron un ir y venir de rutinas. La casa empezó a sumirse en el silencio y ella en la tristeza. Vivió siempre pendiente de una llamada que nunca llegaba y cuando lo hacía era corta. Su corazón cansado le enviaba los mejores deseos, pero su apenada alma le rogaba que volviera.
Pasó la primavera y tras de ella el caluroso verano, más tarde vino el otoño que se despidió elegantemente para darle paso al invierno, y con la llegada de esa fría y desoladora estación Isabelita enfermó. Tal vez porque estaba mayor, o quizá porque su fuerte físico que se había ido debilitando con el tiempo no pudo hacerle frente a una neumonía que se había agarrado a ella para succionarle su vitalidad. También pudo ser la tristeza, que cansada de jugar sola sin poder invitar al amor, a la compañía o el afecto, se aburrió en un rincón esperando a que terminara el juego.
El teléfono sonó a las ocho de la mañana, con una mano torpe y los ojos aún legañosos, lo encontró en la mesilla de noche. No reconoció el número ni la voz de la persona que le habló, no contestó nada y tampoco se despidió. Pero sintió como un aire frío se metió en la cama con ella, se acurrucó en las sábanas y se convirtió en su sombra. Le dio la bienvenida a la culpa, y con una mirada aceptó que viviese con ella.
Susana se había criado con su abuela en una vieja casa de campo, ambas se encontraron porque de una forma diferente habían sido abandonadas. Su abuelo había muerto, dejando sola a una mujer que había nacido con un solo objetivo, amarlo. Y ella también se había quedado sola. Su madre la abandonó para cumplir su objetivo, amar a un hombre al que acababa de conocer que probablemente le duraría lo mismo que los demás. Nada. De esta manera llegó una tarde de verano a aquella casa a la que se adaptó enseguida. Mimada por su abuela creció sin echar en falta a su madre. Isabelita, que era una mujer culta y parlanchina, le enseñó todas las trampas que esconde la vida. Pero Susana creció y aquella vieja casa de campo se le hizo pequeña. Se enamoró y como mismo la abandonó su madre a ella, abandonó ella a su abuela. Y ahora estaba allí, de nuevo, con el corazón roto por una historia de amor que no fue bendecida por Cupido, y sin poder llorar en la falda de su abuela mientras esta la mecía frente a la chimenea.
Llegó a la cocina de azulejos amarillos y vio la jaula del mirlo, por lo menos tendría algo con lo que hablar sin obtener respuesta. Pero al acercarse encontró al animalito boca arriba, yacía allí, en su jaula con los ojos abiertos mirando a la nada. Entonces recordó las palabras de su abuela, -este mirlo morirá conmigo, total no molesta-. Y lloró, lloró por el mirlo y por su abuela. Ahora sólo podía limpiar aquella casa llena de recuerdos para quedarse a vivir con la culpa.

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