Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

jueves, 10 de abril de 2014

¿Quieres qué te diga una cosa?



¿Una demostración de amor? ¿Acaso no era suficiente todo lo que le demostraba? Se pasaba la vida consintiéndolo, y a él lo único que se le ocurrió antes de darle las buenas noches, fue pedirle una demostración de amor pública.
Laura no salía de su asombro. Estaba cansada de estar sujeta a continuos exámenes que ponían a prueba la credibilidad de su amor. Estaba harta de escucharlo hablar de probabilidades y porcentajes en las relaciones humanas… ¡Claro qué había un cincuenta por ciento de posibilidades de que le fallase! También había otro cincuenta de que no lo hiciese. Pero eso no era suficiente. Él quería más. Próximo a soplar cuatro decenas en su cercano cumpleaños, quería como regalo otra prueba de su amor incondicional.
Llegó. Miró la fachada buscando un cartel que le indicase que estaba en el lugar correcto. <<Buenas noches, qué tal estás. Yo no muy bien…he estado dándole vueltas a eso de la demostración de amor, y estoy un poco cansada de este juego. Tienes tres opciones, creerte que te quiero, quedarte con la duda o no creértelo en absoluto. De tu mano lo dejo. ¡Ah, por cierto, sintoniza la 101.0!>> le dio a enviar al mensaje y entró en el local.
Un hombre de espesa barba le indicó desde una mesa que estaba en la habitación contigua, delimitada con amplias cristaleras, que se alegraba de verla con un guiño de ojos y el pulgar hacia arriba.
-Unos minutos de anuncios publicitarios y volvemos con el apartado del programa: ¿Quieres qué te diga una cosa?
El hombre se quitó los cascos y salió de la urna en la que estaba.
-Hola, Laura, encantado de volver a verte. ¿Estás preparada?
-Hola, Jaime, la verdad es que no estoy muy segura de querer hacer esto, pero… ¿Son muchos los oyentes de este programa?
El locutor soltó una sonora carcajada que a ella se le antojó estridente. Nada tenía que ver con la dulce voz que (parecía) tener cuando lo escuchaba tumbada en la cama de su habitación cada madrugada. Su ayudante les indicó que en breves minutos daría comienzo la sección.
-Sólo algunos millones, nada de lo que preocuparse. Bueno, como te expliqué el otro día, yo entraré en antena, explicaré en qué consiste esta sección y te presentaré como invitada. Tú nos contarás un poco de ti, y del por qué nos acompañas esta noche. Leerás tu historia y finalizaremos contestando a las preguntas de los oyentes que nos llamen. ¿Alguna duda?
 La cabeza le daba vueltas. ¿Estaba segura de lo que iba a hacer? Él le había pedido una declaración de amor pública y ella estaba cansada de su juego.
-Tres, dos, uno…dentro-. –Buenas noches, queridos oyentes, estamos otra madrugada más haciéndonos compañía en esta sección del programa: ¿Quieres qué te diga una cosa? Hoy nos acompaña una joven que se llama Laura y al parecer tiene algo que decirle a alguien. Buenas noches, Laura. Cuéntanos qué te trae por los estudios de Cadena en red, y quién es esa persona a quién tienes que decirle algo.
-Hola, si…bueno yo quería…-. Tenía la boca pastosa. Seca. Le ardían las mejillas. El locutor la animó a seguir con una sonrisa. –Bueno, yo estoy aquí porque tengo algo que decirle a mi novio.
-¡Oh, una declaración de amor! ¿Y cómo se llama tu novio?
-Rodrigo. Rodrigo Fleitas.
-Muy bien, pues adelante. Te escuchamos.
Cogió el aire suficiente para no tener que volver a hacerlo hasta que terminara de leer.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que no quiero volver a verte. No quiero saber de ti. De tu vida. De tus éxitos o fracasos. […]
El periodista la miraba con asombro, y en otro lugar de la ciudad, alguien, después de leer un mensaje y esbozar una sonrisa, sintonizó la emisora 101.0. Sonrisa que comenzaba a difuminarse con cálculos mentales de probabilidades y porcentajes de que una vez más le habían fallado.
[…] ¿Quieres qué te diga una cosa? Que se me acabaron los te quiero. La paciencia y la dulzura. ¡Qué se me acabó lo bueno! ¡Se te acabó lo bueno!
¿Quieres qué te diga una cosa? Que hasta aquí. […]
En la cabina de radio el aire pesaba. El locutor sabía que los índices de audiencia subirían aquella noche como la espuma. Tal vez, consiguiese ese anhelado aumento que llevaba años mendigándole a su jefe. En una habitación de la ciudad, las lágrimas de decepción, rodaban por unas mejillas a las que ya no les quemaba la sal.
[…] Hasta aquí porque no quiero quererte, sino amarte. No quiero saber de tu vida. Quiero estar en ella. Aquí o allá. En la luna o en Pekín, ¿qué más da? No quiero saber de tus éxitos. No de oídas. Quiero estar en ellos. Aplaudirlos. Sudarlos. ¡Sí, sudarlos! Juntos. Tampoco quiero estar en tus fracasos. ¡No, por supuesto que no! Lo que quiero es evitarlos. Olerlos antes de que surjan y patearles el culo si se acercan a ti.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que se me acabaron los te quiero porque le han dado paso a los te amo. ¿A los te amo? ¡Sí! Amarte con los ojos abierto o cerrados. En la distancia o aquí, pegados como parásitos. Chupándonos la sangre. Para bien. Nunca para mal. Parásitos de los buenos, de los que están en peligro de extinción. ¿Y la paciencia? También se me acabó. ¿Para qué la quiero? ¿Para esperarte? No la necesito. Paciencia: dícese de la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse.  ¡No! Definitivamente no necesito a la paciencia. Se puede ir con la dulzura (que repugna). Yo soy más de limón y sal. A veces hasta escuezo, pero lo soluciono poniéndole tequila a las heridas, que dan paso a tu sonrisa y a la mía, bailando al son de los acordes que nacen de las chispas que saltan con nuestras miradas.
¡Se me acabo lo bueno, sí! ¡Se te acabó…se nos acabó lo bueno! Porque ahora empieza lo mejor. La buena vida. La curva de la felicidad. La de las siestas largas, las caricias que desgastan y los besos que alimentan. Llegó la hora de escuchar canciones que nos hagan llorar por creer que todas cuentan nuestra historia.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que quiero correr contigo. Soltando lastres y amarras. Desnudándonos del pasado y poniéndonos la piel del presente. Riéndonos de las críticas y de los miedos. Del qué dirán y del qué habrán dicho.
¿Quieres qué te diga una cosa? Que será duro, difícil y en ocasiones se tornará imposible. Que lloraré. A lo mejor tú también. Y el desconsuelo será quien nos abrigue el llanto. Que tendremos que abrochar la esperanza (por si decidiese escaparse) y sembrar la ilusión. ¿Pero, quieres qué te diga una cosa? ¡Qué valdrá la pena! Por ti. Por mí. Por el mundo que nos verá bailar descalzos. Por la luna que iluminará nuestras noches…Por las flores que no nos regalaremos y los bombones que compartiremos. ¿Quieres qué te diga una cosa? Que las margaritas podrán descansar en paz. ¡Qué no tiemblen sus pétalos! No necesitaremos los: ¿me quiere, no me quiere? ¿Por qué me quieres, verdad? Da igual, no me lo digas. Las palabras se las lleva el viento…Y los hechos…los hechos pasan de moda. Que ahora estamos aquí, y mañana…mañana no sé. ¿Pero, quieres qué te diga una cosa? Que no quiero otra vida si no es contigo.
Terminó de leer y volvió a coger aire para contrarrestar el tono lila que había tomado su cara. Los sesenta segundos que componen un minuto se multiplicaron. El periodista tomó la palabra (algo escuetas para su profesión) que se redujeron a halagos por lo que acababa de escuchar. Su ayudante le indicó (levantando un cartel desde el exterior de la habitación de cristales) que las líneas estaban saturadas. Respondieron a las preguntas de los oyentes, y Laura agradeció las felicitaciones por su valentía y sus hermosas palabras. Él no llamó. ¿Seguía sin ser suficiente? Abandonó el estudio dos horas más tarde de lo previsto. Ya era noche cerrada. La humedad de las madrugadas de invierno se posó sobre ella. Una sombra la esperaba apoyada en una farola. Una sombra que fue tomando forma humana a medida que se acercaba. Allí estaba. Con los ojos hinchados de haber estado llorando, y con el alma hecha pedazos por no haber identificado el verdadero amor hasta ese momento.
-Perdóname. De las tres opciones elijo la primera. 


lunes, 7 de abril de 2014

Cascabeles para el corazón

-¿Y por qué, mamá?
-¿Porque así, siempre, sabrás dónde está cuando lo hayas perdido?
-¿Y si los pierdo pero no suenan? ¿Cómo sabré dónde están?
-Confiando, cariño. Hay respuestas que sólo obtendrás confiando.
Las gotas de lluvia chocaban contra el cristal emitiendo un pequeño sonido. Gotas suicidas que venían a poner fin contra su ventana. O tal vez, gotas víctimas del homicidio de unas nubes que las arrojaron al vacío sin contemplación. Se acurrucó un poco más. Sólo cinco minutos. Volvió a recordar aquella conversación.
-¿Confiando? ¿Y cómo se confía? ¿Cómo sabré cuando estoy confiando? Todo esto es muy complicado.
-Pequeña, sabrás que estás confiando porque te lo dirá el corazón. Hará sonar los cascabeles.
-¿Pero, y si no suenan?
Su madre la miró. Le acarició la cabeza. Le besó la frente, y se durmió. Para siempre.
Creció intentando escuchar los cascabeles de su corazón. Maduró a base de ensordecedores tintineos de unos cascabeles desprogramados para el amor. Mala suerte, lo llamaban sus amigas. Pero ella sabía que había algo más. Tal vez su pobre corazón era discapacitado. Quizá, debería llevarlo a algún doctor que lo curase. Descartó el cardiólogo. Su dolencia no era física. Recordó a su madre. Sólo tenía once años cuando murió. –Confía-. Se repitió. ¿En qué o en quién?-. Miró al techo.   -Mándame un señal, mamá-. Un rayo iluminó la habitación. –La verdad que esa señal me ayuda poco, eh-. Otra ruptura. ¿Más o menos dolorosa? ¿Culpa de ella o culpa de él? Dejó de pensar. Tampoco le dolía tanto. Todas acababan igual. Con un tenemos que hablar…no eres tú soy yo…es que no estoy preparado para enamorarme…creo que eres más de lo que me merezco… ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ser mala? Su amiga Paola siempre se lo decía: -A los tíos hay que darles caña, cuando se lo pones todo fácil se cansan. ¿Por qué crees que yo y mi Javi llevamos tantos años? Pues porque si él dice que quiere blanco yo le doy negro. Si quiere pan, le doy bizcocho. Es así, amiga mía. Trátalos mal, y de tu mano comerán-. ¿Deshumanizarse? Aceptó el desafío. Total, la bondad sólo la había conducido al sufrimiento, quizá la soberbia, el egoísmo, y la desdicha (porque alguien deshumanizado es desdichado) le asegurarían el amor eterno.
Las gotas caían con más fuerza. El cristal de su ventana aguantaba, con estoicismo, los golpes de la naturaleza. Miró el cielo. Un inmenso vientre gris pariendo lágrimas. Lo vio. En el alféizar de su ventana había un gato, gris también, mojado y con tristeza en la mirada. Ladeó la cabeza cuando la vio. Aruñó la ventana con su pequeña patita, invitándose a pasar. Suplicando cobijo. Marta la abrió. Volvió a cerrarla. Puede que dejando al gato fuera, mojado, con el frío calándole los débiles huesos de su vertebrada columna, y con el hambre gritándole desde el fondo de su barriga gatuna, comenzaría su proceso de deshumanización. Le dedicó una última mirada al gato. Este, sabiéndose abandonado, lanzó un pequeño maullido. –Te perdono-. Escuchó Marta. –Los gatos no hablan, estúpida-. –Los gatos no, pero los cascabeles del corazón, sí-. Barrió su habitación con una rápida y temerosa mirada. ¿Estaba oyendo voces? –Confía-. Dijo un eco lejano. Abrió nuevamente la ventana, cogió al gato, que temblaba (como gelatina ante la presencia de un cuchillo) y lo arropó con una manta. Calentó leche y se la dio. El gatito, agradecido, lamía el cuenco y le correspondía a su salvadora con pequeños maullidos. Marta miró su cuello. Llevaba un collar con dos cascabeles y una placa con un número de teléfono y un nombre (intuyó que el del gato) ya que esperaba que su dueño no se llamara: “Garfield 22”. Cuando los espasmos del animal cesaron, y hecho un ovillo se durmió, llamó al número que aparecía en su collar.
-¿Sí?
-Hola, ¿eres…Garfield 22?
-¡Oh, por favor! ¿Dígame que lo ha encontrado?
-Sí, he encontrado a su gato. Estaba en mi ventana hace un rato. Si lo desea podría darle mi dirección y recogerlo.
-¡Claro! Tomo nota.
Marta observaba al gatito dormir. Lo envidió. Había alguien que se preocupaba por él. Que notaba su ausencia. Que lo echaba de menos y salía, en plena tormenta, en su busca. Había alguien que le había puesto una placa para que siempre pudieran localizar a su dueño. Deseó ser gato. Tal vez debía suicidarse y reencarnar en felino. Con su suerte, seguro que la pondrían en un almacén a cazar ratones, rodeada de gatos callejeros. Desechó la idea.
Sonó el timbre. En el rellano había un joven apuesto. Con rostro de preocupación.
-Hola, soy Andy. Muchas gracias por llamarme. ¿Y Garfield?
Marta lo invitó a pasar. Fue al salón y cogió una manta rosa que envolvía al gato.
-Debe ser un gato con súper poderes para causar tanto alboroto por perderse-. Andy notó ironía en su tono.
-Los tiene. Me hace feliz.
-Pues será el único ser vivo que lo consiga.
Andy volvió a mirarla. Vio su reflejo. Sabía qué tenía razón. Sobreprotegía a un gato porque nadie lo había protegido nunca a él. Y se conformaba con la sumisión de aquel animal que se mostraba agradecido sólo con que le pusieran de comer y le rascaran la barriga. Su existencia se le antojó insípida.
-¿Me invitas a un café? Así podría contarte muchos de sus súper poderes.
Marta dudó. El gatito se despertó y al moverse entre la manta hizo sonar sus cascabeles. Una voz, procedente del más allá, o del más adentro, le recordó…Confía.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Una historia mágica



Eran de colores. Algunas tenían círculos. Otras estrellas, y las más atrevidas, purpurina. Haciendo gala de la fiesta que celebraban en ese momento. Al menos ella visualizaba así a las mariposas que revoloteaban, hiperactivas, en su aparato digestivo.
Un poco de rímel, al ritmo de la música. Dejó de cantar, en su inglés particular, la canción de Bruce Springsteen “The River” (that sends me down to the river tonight down to the river my baby and I oh down to the river we ride) para ponerse carmín. Dos toquecitos en los labios y posturita en el espejo. Miró el reloj. Las siete y media. Las mariposas volvieron a hacer acto de presencia. En media hora, en menos de media hora por fin podría…
Se levantó del sofá y agarró a su fiel compañero de los últimos tiempos. Ese que lo apoyaba y en quien se apoyaba él. Pero era un compañero silencioso, frío y poco empático. Aunque seguro y fiel. Anduvo, junto a él, por la casa. Abrió la puerta derecha del ropero, donde estaban las camisas. Cogió una. No le importó el color. Abrió la puerta izquierda. Cogió un pantalón. Incoloro para sus ojos. Daba igual. Se aseguró de que fuese largo. Aún hacía frío. Se vistió y salió en su busca, dispuesto a mirar la vida con los ojos del corazón.
(Tres meses atrás)
            Navegaba por la red aburrida, hastiada y abatida. – ¿No hay nadie normal en este mundo?-Pensó. -Sólo quiero conocer a alguien que sepa escuchar. Que mire la vida con otros ojos. ¿Seré yo la complicada?-. Entró en el foro “Locos por las letras”, estaban comentando el libro “El laberinto de la felicidad” de Francesc Miralles y Alex Rovira. Un libro que te invitaba a hacer un viaje interior de la mano de la protagonista Ariadna, una mujer de treinta y tres años perdida en un laberinto donde, para escapar, debía hallar respuestas a las cuestiones existenciales que dormían en su interior: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?, ¿para qué vivo? Había opiniones de todos los gustos, pero en especial le llamó la atención el comentario de alguien que se llamaba: veoatravesdetusojos.com, hacía una reflexión acerca de quiénes somos, haciendo hincapié en que somos un solo ser y todos estamos conectados desde que venimos a este mundo, rompiendo esta magia cuando nos alejamos de nuestro centro y caemos en las manos del ego. Pensaba exactamente igual ella. Lo agregó al Messenger y comenzaron así una rutina de conversaciones nocturnas, que comenzaron con temas literarios y terminaron por dejar hablar al corazón. Citas que ambos esperaban, ansiosos, cada noche. Citas que hacían que el corazón diera un vuelco cuando abrían el ordenador y al iniciar sesión aparecía un círculo verde que les indicaba que el interlocutor estaba listo para dar y recibir.
-¿Por qué no nos ponemos cara de una vez?-. Insistió ella, deseosa por poder estar cerca de ese joven que aceleraba los latidos de su corazón y enlentecía el recorrido de las agujas del reloj, que vagas, trabajaban durante el día.
-Porque tal vez no te guste. O Quizá, no te mire como tú quieres que lo haga.
-¡No seas estúpido! No quieres conocerme, es eso, ¿verdad?
Y como dice el dicho: tanto fue el cántaro a la fuente que se enamoró del agua.
Llegó primero. O eso intuyó. No la vio por ningún lado. Tampoco podía. Llevaba su seña de identidad. Una flor roja (al menos esperaba que el florista que se la vendió lo hiciera de ese color, él sólo podía confiar). De repente lo sintió (al miedo). Muy cerca. A su lado. Demasiado cerca. Dentro de su pecho. Quiso huir. Tanteo a su alrededor. ¿Dónde estaba su fiel compañero?
            Cada vez estaba más cerca. Ufff, no sólo le revoloteaban las mariposas en el estómago. También le sudaban las manos y le fallaban las rodillas. Su abuela, que Dios la tuviera en los reinos de la gloria, le diría que estaba enferma. La arroparía en la cama y le traería un caldo, hasta que el virus se fuera. Pero ella tenía otro virus. Difícil de curar y en ocasiones letal. Sufría de amor irracional, tal vez la peor de las dolencias de esa enfermedad. Miró el reloj. Las ocho y diez. Iba con retraso. ¿Y si se cansaba de esperar y se marchaba? Comenzó a correr.
            Encontró a su amigo. Lo agarró fuerte. Se levantó y se dirigió a la salida. Huir. Huir. Era lo que debía hacer. Aquello no estaba bien. ¿Una cita a ciegas? Nunca mejor dicho (en su caso). Debía escapar de allí y quedarse con el recuerdo de sus conversaciones. De esas mágicas noches. No quería escuchar una falsa excusa, pretextos carentes de sentido que alejaban a la gente de él. Se abrió la puerta. Entró como un rayo, a la misma velocidad que él salía. Chocaron. Su fiel compañero se tambaleó. Cayó al suelo. Ella encima de él. Era ella. Olía a vainilla. Su seña de identidad.
-¡Perdone!-. Le dijo nerviosa. Entonces la vio, la flor roja.
-¿Eres tú? ¿Eres Mika?
-Sí, soy yo. ¿Eres Luz?
-Sí-. Respondió excitada. -¿Eres ciego?
-Sí. Ya has descubierto mi secreto. Ese que tanto insistías en descubrir y en ocasiones desconfiaste de que tuviera una doble vida.
-¡Oh, chico! Es que te ponías tan misterioso cada vez que te proponía una cita.
Mika, rió. Siempre conseguía hacerlo reír. Ella lo miró a los ojos. Unos ojos que no miraban hacia ningún lado pero que escondían la belleza de lo desconocido.
-Ahora entiendo lo de: veoatravesdetusojos.com. ¿Te gustaría ver a través de los míos?
-¿Te gustaría a ti ser mi guía en este desdibujado mundo?
No hizo falta respuesta. Se agarraron la mano. Ella para guiarlo, él para ser guiado. Y juntos para recorrer el camino del amor incondicional.

https://www.youtube.com/watch?v=nAB4vOkL6cE

lunes, 3 de marzo de 2014

Los hombres también lloran

[…] Siempre tuya.
Arrugó el papel y lo lanzó contra el suelo. Una miserable carta a modo de despedida para decirle que lo abandonaba.
[…]Querido Luis, siento usar este medio tan cobarde para decirte esto. Llevo tiempo dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que […]
Paseaba nervioso por el salón. Marcó su número.
“El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”.
-¡Maldita sea!
Nunca imaginó, cuando salió de casa aquella mañana, después de dormir abrazados y amanecer uno al lado del otro, fundidos en el deleite del placer, después de los te quiero… que al regresar encontraría una nota. Una miserable nota cargada de verdades que le demostraban la mentira que había sido su vida.
[…] Estoy enamorada de ti. Eso no lo dudes. Por eso debo alejarme. Te quiero demasiado, tanto que me quema por dentro. No sé cómo demostrarte cuánto te amo. Perdona mi ignorancia, pero no sé hacerlo mejor. Creo que te mereces […]
-¿Enamorada? ¿No se supone que el fin es permanecer al lado de la persona amada?
Al otro lado del teléfono seguía respondiéndole la automatizada voz del contestador. Necesitaba oírla. Tal vez fuese una broma. ¡No podía abandonarlo así!
[…] Algo mejor. Mejor que yo. Que pueda dedicarse enteramente a ti. Sin miedos ni complejos o limitaciones. Sé que tal vez te duela. Por ti, por mí. No quiero que sufras. Yo estaré bien, y tú pronto encontrarás a alguien que te quiera […]
-¿Alguien qué me quiera? Yo quiero que me quieras tú. ¿Miedos? ¿Complejos? ¿Limitaciones? ¿Qué se le había pasado por la cabeza? Tal vez hubiese otro. Sí, esa era la explicación más lógica.
[…] de verdad. Me voy en paz porque me llevo un trocito de ti muy dentro y que permanecerá conmigo de por vida […]
-¿Un trocito de mi? Me deja, ¿y pretende que me crea que no me olvidará jamás?-. Su furia aumentaba.
[…]Sólo espero que tenga tus ojos. Siempre tuya.
-¿Qué tenga mis ojos? ¿Acaso estaba…? ¿Voy a ser padre y me abandona?

Luis lloraba en la soledad de una casa con olor a abandono, con sonido a engaño y sabor de impotencia, la pérdida de la mujer a la que amaba y del hijo que no conocería, pero que tal vez tuviera sus ojos.

viernes, 31 de enero de 2014

Antología de una prostituta 11

Vicio entró al tanatorio y le robó protagonismo al muerto. Como solía sucederle, las miradas murieron en ella. Despertando el deseo de los hombres y la envidia de las mujeres. Con paso lento pero no vacilante, se acercó a los familiares y les mostró sus condolencias. Había muerto Pepito, el dueño del hostal, con quien tenía un pequeño trato. Ella le alegraba los días (a veces era suficiente un contoneo o algún beso), y él no le cobraba por el cuarto sesenta y nueve. ¿Qué sería ahora de ella? Pensó al verlo allí. Tieso. Amarillento. Muerto.
La viuda la miró con cara de pocos amigos. No la conocía, y no entendía qué hacía allí aquella mujer tan llamativa, tan perfecta. ¿De qué conocía a su marido? Vicio la compadeció. Por su pérdida y por lo perdida que estaba en cuanto a los gustos de su ya difunto marido.
-¡Vicio!-. Se volvió al escuchar su nombre.
-Hola, Guillermo. ¿Qué tal estás?
-Bueno, llevándolo. Quería comentarte algo. Como sabrás, mi tío te tenía cariño. Así que el viejo me pidió antes de morir que te regalase la habitación. Es tuya. Una herencia. Debes ser muy buena en eso que haces de…
-¡Puta! Guillermo. Puedes decirlo, no me vas a ofender. ¿Hay papeles? ¿Lo dejó por escrito?
-No, Vicio. ¿Cómo iba a dejar por escrito en su testamento que le dejaba una habitación a una puta?
-Bueno, entonces no es mía. Pero seguiré usándola, si es la voluntad de tu tío. Estaré algún tiempo sin pasar por allí. Cuídame mi pequeña propiedad.
-Oh, ¡qué lástima! Te echaré de menos. Pensé que tal vez me harías feliz, como a mi tío.
-Guillermo, por favor, no le restes protagonismo al muerto. Ya heredaste el hostal. No pretendas tenerlo todo.
Y con su particular soberbia de gran dama de la calle, se alejó taconeando.
         Rodrigo paseaba nervioso por el salón mirando una y otra vez la hora.
-Jefe, si sigue mirando el reloj, el tiempo se declarará en huelga.
-Ya debería estar aquí. Tendría que haber ido a buscarla. Pero se empeñó en venir sola. Es una mujer muy independiente. Es fantástica.
-Tendrá que serlo, jefe, para que usted haya decidido que sea su mujer. La mujer del Teniente General del Estado.
-Lo es.
La pita de un coche le indicó que por fin había llegado. Rodrigo salió, le pagó al taxista y abrió la puerta de su amada.
-Hola, querida. Estaba ansioso por tu llegada.
-Hola, Rodrigo. Me alegro de volver a verte. Al fin estoy aquí.
-Vayamos dentro. Le diré a tu guardaespaldas que se encargue de tu equipaje.
-¿Tengo una niñera?-. A Vicio no le gustó la idea de estar vigilada constantemente. Tendría que renegociar ese aspecto con su amante.
-¿No querrás andar por ahí sola? Ahora eres la mujer del Teniente General del Estado. Debes estar protegida.
Entraron al gran salón, en el que ya había estado, y lo vio. Vio a su última presa. Aquel hombre que conoció en la calle Molino de Viento. El mismo hombre que fue mal atendido por una vulgar mujercilla aspirante a puta. El mismo a quien ella le quitó el mal sabor de boca, demostrándole que aún hay mujeres expertas en proporcionar placer. ¿Sabría Rodrigo algo de lo ocurrido?

-Martina, él es Cuco. Tu guardaespaldas. Cuco, ella es Martina, mi mujer-. Dijo con orgullo.
-Encantado, señorita.
¿Señorita? ¿Se hacía el sueco? Entonces Rodrigo no sabía nada.
-Hola, mucho gusto.
-Espero que hagan buenas migas. Cuco, tienes que proteger a esta mujer. No sé qué haría sin ella.
-Por supuesto, jefe. No lo dude.
-Rodrigo, cariño, me gustaría darme un baño.
-Claro, querida. Le diré a Margarita que te lo prepare.
         Sola, dándose un baño de espuma. Con música relajante y vino, se preguntaba ¿qué broma le estaba gastando el destino? ¡Cuco su guardaespaldas! ¿Hacer buenas migas? Demasiado tarde. Habían hecho mucho más que eso. Le hizo una mamada mientras conducía y luego tuvieron sexo en un descampado. ¿Se podía considerar buenas migas? Intuía que lo sucedido y tenerlo tan cerca no traería nada bueno.
-¿Has terminado, querida?
-Sí, enseguida estoy.
Vicio salió de la bañera. Se secó y sin vestirse fue hasta su dormitorio, comunicado directamente con el baño. Sabía que debía complacer a su nuevo y permanente hombre.
-Mira, he traído unas cositas-. Vicio sacó del bolso un tubo de chocolate con avellanas y dos dados. En un dado estaban las partes del cuerpo: orejas, labios, cuello, pezón, clítoris y pene. Y en el otro las acciones que debías realizar: lamer, chupar, mordisquear, acariciar, masajear y soplar.
-El juego consiste en lanzar los dados y ver qué debes hacer y en qué zona del cuerpo. Por ejemplo-. Vicio tiró los dados. – Debes lamerme el pezón. Pero antes tienes que untarme chocolate con este pincel.
-¡Joder, querida! Me has puesto a tono. Y esto otro, ¿para qué es?
-Esto son vales sexuales. Mira, este pone: Vale canjeable por una mamada en un lugar público. Si tú lo firmas y me lo das, yo deberé complacerte. Tengo tres meses para hacerlo. Lee aquí: Caduca a los tres meses.  
-Querida, supe desde el primer momento que serías la mujer de mi vida.
-Entonces, ¿jugamos?
-Lanza esos dados, nena.
         Cuco fumaba en el jardín. Estaba molesto. Sabía que su jefe se la estaría tirando. A ella, a su Vicio. A la puta que lo volvió adicto aquella noche…se estremeció al recordarlo. Y ahora debía protegerla y ser leal a su jefe. ¿Podría mantener esa fidelidad? ¿Querría ella que se repitiese lo de aquella noche? Descartó la idea. Era la mujer de su jefe, ¡y puta! ¿Lo sabría Rodrigo? Tal vez la conoció así y se enamoró de ella. Eso no era tan difícil. ¿Se había enamorado también él? Iba a ser complicado tenerla tan cerca sin arrancarle la ropa.
(Calle La Naval)
         Felipe llegó al hostal. –Cerrado por duelo-. Leyó. Seguro que se murió el viejo. Chasqueó la lengua. Quería verla. ¿Dónde demonios estaría? No tardaría en descubrirlo, y de una forma un tanto peculiar.



viernes, 24 de enero de 2014

Caramelos blancos con sabor a locura


-¿Cuántas lágrimas caben en una pena?-. Le preguntó mientras deshojaba una margarita. -¡Qué curiosos! Último pétalo. ¡No me quiere! Si ya me lo decía mi madre, que debía aprender a leer el lenguaje de las flores.
Valeria la miró. Decidió no contestarle. Sabía que cualquier cosa que dijese sería interpretada a su antojo. Nunca fue una buena influencia para Lucia. Pero esta se opuso a su partida en el momento que debían continuar su viaje por separado. Realmente la mala influencia era Lucia. La obligó a quedarse, sabiendo cuáles eran las consecuencias de aquella amistad.
-¿Qué, no dices nada?- Si no le contestaba empezaría a dar gritos. Le reprocharía que ella también la hubiera dejado sola en el camino de la vida. Donde había pocos rosales y muchas espinas. La gente la miraría con desprecio. No quería revivir esa escena. Ver como se la llevan, allí, a ese lugar donde se convertiría en una más de las muchas como ella. En un número de expediente. En un diagnóstico.
-Tal vez la margarita se esté equivocando, Lucia.
-¡No, Valeria! No me mientas tú también. ¡Mira a tu alrededor! He deshojado cientos de margaritas. Todas terminan igual, en un: “no me quiere”. Por eso terminó así. Era lo mejor para ambos.
Valeria volvió a mirar a su alrededor. Sentía mucho lo que había ocurrido. Lucia se mecía en el suelo, abrazando sus rodillas y tarareando una canción.
Todo empezó en el instituto. Lucia no tenía muchos amigos. Era la rara de la clase. Siempre andaba sola y cabizbaja. Su físico no era de gran ayuda (algo rellenita y con demasiado acné) por lo que sus compañeros, en la cresta de la adolescencia, se cebaban con ella. Fue por entonces cuando apareció Valeria. Siempre la escuchaba (aunque los demás no se dieran cuenta) Valeria le daba el valor que a ella le faltaba para andar con la cabeza alta. Una amistad que, cuando comenzaron sus problemas de conducta, se tornaba negativa ante los ojos de los demás. Entonces, Lucia tomaba unos caramelos blancos, y por un tiempo olvidaba a su amiga. Seguía con su vida. Creció. Se enamoró, y cuando recibía algún revés del destino para el que no estaba en posición de devolver, se refugiaba nuevamente en ella. Su comodín. Su vía de escape. Pero esta vez había llegado demasiado lejos.
-¡Contéstame! ¿Cuántas lágrimas caben en una pena?
-Muchas, Lucia. Caben muchas lágrimas.
-Por eso yo no lloro, ¿verdad, Valeria? Porque me caben todas mis lágrimas en mi pena.
-Sí, Lucia. Por eso no lloras.
Valeria miró al suelo.
-Yo no quería hacerlo, Val. Pero no podía permitir ser invisible. Estaba enamorada de él.
Las sirenas cada vez sonaban más cerca. Las voces al otro lado de la puerta anunciaban el final de aquella amistad, y Valeria deseaba que para siempre. No quería volver. Lucia continuaba meciéndose en el suelo.
-No me vas a dejar sola, ¿verdad, Val?
-No, Lucia. Estoy aquí contigo.

La puerta se abrió de golpe. La policía levantó a Lucia del charco de sangre sobre el que estaba sentada. Había asesinado a su novio (quien no sabía el romance que mantenía con aquella desconocida que acababa de terminar con su vida). Los médicos le inyectaron un líquido transparente y le dieron uno de esos caramelos blancos con sabor a locura. Mientras se deshacía en su boca, se difuminaba la silueta de Valeria (real sólo para sus ojos). Tal vez no volviesen a verse nunca. Las pautas de aquella amistad las marcaban los caramelos blancos que tomaba su amiga. Y allí, en aquel lugar, Lucia tendría amigos de carne y hueso con los que compartirlos, y Valeria podría pasar al olvido. 

Concurso de microrrelatos

Hola, queridos lectores. Siento estas vacaciones literarias, pero me dejé seducir por la luna, y me fui a soñar con ella. Pero he vuelto con noticias y más historias que contar. ¡Ya saben! Cuando te columpias en la luna, las historias nacen solas.

Hace algún tiempo me presenté a un concurso de microrrelato, y tuve la suerte de que el mío fuese seleccionado para ser publicado en un libro entre otros textos. Se presentaron más de tres mil microrrelatos y pasamos esa selección unos cien. Aquí les dejo el texto. ¡Espero que lo disfruten!  Y no se olviden, ¡sigan columpiándose conmigo!

"Tanto arroz pa`tan poco pollo".
<<Tanto arroz pa' tan poco pollo>>, decía siempre mi abuela, y ahora entendía que no se trataba de un aspecto culinario sino de una mente (arroz) llena de neuronas inertes (pollo)...Y ahora me tocaba cargar con el cochino pa' un trozo de rabo (dicho de mi abuela también). Quién me mandaría a casarme...Ahí se queda roncando, con la baba por fuera. ¡Yo me voy! Soy vegetariana.



jueves, 12 de diciembre de 2013

Antología de una prostituta 10



El sonido de sus tacones rompía el silencio de la noche. Hacía frío. Las calles, silenciosas, esas que tantas vidas veían pasar a diario, esas que conocían los secretos de todos los transeúntes, ahora estaban desiertas. Se escondió dentro de su abrigo negro, alzó las solapas del cuello y metió las manos en los bolsillos. La cabeza la llevaba cubierta por un elegante turbante. Se detuvo en la esquina, desde allí podía observarlo todo. Estaba en la calle Molino de Viento. La calle de las putas. Los hombres conducían despacio mirando a un lado y a otro para decidir con qué puta pasarían el rato. Ellas se paseaban por la acera, vestidas con lencería barata (eso le hizo recordar sus inicios) cuando tuvo su primer servicio y compró aquel conjunto de ropa interior en el chino que la llenó de urticaria, sonrió con tristeza. Habían pasado muchas cosas desde entonces. Un coche se detuvo delante de una joven, demasiado joven. La competencia estaba pisando fuerte y de pronto se sintió mayor. A sus veinticinco años ya lo había hecho todo en la vida (en cuanto a sexo) y se asustó. El hombre que había parado para solicitar los servicios de aquella jovencita aparcó su Mercedes, se bajó y caminó tras ella. Entraron a una vieja casa con la fachada llena de humedad. Vicio los siguió, habían dejado la puerta abierta y ella, con cuidado de no ser descubierta, miraba por una rendija. Justo en la entrada había una cama, una cama con una sábana roja, al lado un balde que hacía las funciones de mesita. Había más baldes en la pequeña estancia que olía a rancio, para evitar que las goteras mojaran el piso. Sobre la mesa de noche (improvisada) había varios condones y toallitas húmedas con las que el cliente se aseaba. A Vicio le parecía todo demasiado cutre. Miró al hombre, era elegante. Llevaba una camisa azul de Pedro del Hierro y un pantalón negro de pinza. El pelo engominado, y entre el hedor de aquel cuarto, se podía adivinar que usaba un perfume caro. No entendía por qué estaba allí. Podría ser un cliente suyo, que tenía más clase, más experiencia y un lugar, sin ninguna duda, con mejores condiciones de salubridad. Los observó, escondida en la penumbra. Nada de besos (norma común en el mundo de la prostitución) una mamada sin gracia y con el preservativo puesto, y completar la faena. Quince minutos, calculó Vicio y sonrió. La competencia no era tan buena. Se alejó despacio. Acababa de ocurrírsele una idea.
-Hola, querido-. Le dijo en el momento en el que lo vio acercarse a su coche.
El hombre de la camisa azul miró sorprendido. Qué hacía una mujer tan  elegante a esas horas de la noche y en la calle de las putas, y por qué se dirigía a él.
-Hola, señorita, ¿nos conocemos?
-No, pero me gustaría-. Y sonrió maliciosa.
-A ver, explícame eso-. Él también empezó a interesarse por la conversación. Acababan de alimentar su ego masculino y eso le gustaba.
-Bueno, veo que tienes ciertos gustos…ya sabes, que te gusta escaparte de casa y…-. Señaló hacía el lugar del que había salido.
-Bueno, eso no es de tu incumbencia, además veo que tú también tienes ciertos gustos, vamos, que te gusta mirar…
Vicio rió, era cierto, había ido a mirar.
-Dicen que quien mira encuentra.
-Muy astuta, pero el dicho dice así: el que busca, encuentra.
-Bah, viene siendo lo mismo.
-Entonces, ¿me estabas buscando?
-Quizá…
El silencio se hizo hueco entre ellos. Vicio lo miraba. Era muy atractivo, tanto como Felipe. Qué estaría haciendo él ahora. Le restó importancia y volvió a centrarse en su nueva presa.
-¿Sabes? Creo que tienes demasiada clase para estar por esta zona, no sé, seguro que hay muchas mujeres dispuestas a complacerte mucho mejor de lo que lo ha hecho ella, y en mejores condiciones, ¡créeme!
-¿A sí? ¿Eres una madame o algo de eso? ¿Estás captando clientes?
-No. Yo trabajo por mi cuenta. Lo que vendría a ser en este país un autónomo.
-¿Eres puta?-. Cuco, que así se llamaba, la miró perplejo.
-Dejémoslo en experta en proporcionar placer. Si quieres podemos ir hasta mi lugar de encuentro y te lo demuestro.
Cuco estaba asombrado, había pasado por aquella calle y tuvo un calentón entre tanta carne al aire. Estaban en invierno y quería entrar en calor. Cierto es que la joven aspirante a concubina no era una experta, pero la cosa no iba más allá de un simple polvo. Era un hombre, todo era mucho más simple de lo que los demás creían. Y ahora se le aparecía aquella mujer, y le ofrecía (según ella) la panacea. Estaba confuso, pero quería comprobarlo.
-Vale, me gustan los juegos. ¿Adónde hay que ir?
Ambos se dirigieron, cada uno a su lado del coche, y subieron en él.
-Cuando llegues al Puerto me avisas.
-¿Te aviso? ¿Es que piensas dormirte o algo?
-No-. Le dijo mientras se inclinaba y le desabrochaba el botón del pantalón. –Voy a enseñarte lo que es una buena mamada-. Y tras decir esto, se inclinó y comenzó a chupar. Vicio, era muy competitiva, y no iba a dejar que ninguna niñata de veinte años le pisara el terreno.
Cuco conducía demasiado rápido, algunos radares de la Avenida Marítima fotografiaron su coche (por suerte no lo que ocurría dentro) suspiraba, gemía y apretaba con fuerza el volante. Cada vez que Vicio succionaba la punta de su polla, la piel se le erizaba. Le gustaba notar como jugaba con su lengua traviesa en la puntita, mientras la humedecía con saliva. Luego volvía a metérsela toda en la boca y mordía parando en la línea del placer y el dolor. No pudo aguantar más. Se desvió por una carretera que conducía a la zona comercial de Miller, pasó el Centro Comercial, subió una pendiente y entró por un descampado donde había un enorme cartel anunciando la venta de pisos en construcción. Aparcó el coche, levantó la cabeza de Vicio y la besó probando su propio sabor.
-¡Sal!-. Le dijo. Ella obedeció.
-Oye, papi, no estarás bravo-. Esta vez, el deje sudamericano apareció solo. Habían sido tantas las veces que lo fingió que ya le salía como suyo.
Cuco le desabrochó el abrigo y para su sorpresa, Vicio no llevaba nada debajo. Sólo aquel abrigo que le llegaba justo por encima de las rodillas, abrochado hasta arriba y debajo el premio. Como un regalo, con su envoltorio y la sorpresa en el interior. Le gustó tanto lo que vio. Un cuerpo atlético, terso, con la piel erizaba por el frío. La sentó en el capó del coche, le abrió las piernas y comenzó a comer de ella. De aquella perita en dulce, suave, húmeda, preparada para el placer. Vicio estaba disfrutando. El frío se estaba adueñando de su cuerpo, pero era calcinado por el fuego que se estaba desatando en su entrepierna.
-¡Quiero que me folles por detrás!-. Le ordenó. Cuco no se podía creer lo que estaba viviendo. Le dio la vuelta sin contemplaciones, la puso a cuatro patas y la penetró mientras acariciaba aquel agujero que tanto pudor provocaba, que tantos tabúes cargaba y tanto placer reprimido escondía. Cuando lo notó dilatado, listo para que lo profanaran (por primera o a saber por cuántas veces) entró. Entró dentro de aquel estrecho recoveco del cuerpo humano y notó como ella se contraía provocándole un inmenso placer a él. Y entre gemidos y gritos de alabanzas a un Dios, en el que ninguno de los dos creía, se corrieron juntos, bendiciendo al destino que los unió esa noche.
Vicio se limpió y le dejó el paquete de toallitas para que él también lo hiciera. Una vez recompuestos volvieron a subir al coche. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Lo que acababa de suceder había sido surrealista.
-¿Cómo te llamas?-. Le preguntó Cuco mientras le acariciaba la cara. Yo me llamo Cuco.
-Vicio, ese es mi nombre y me debes ciento cincuenta euros, no creas que esto ha sido gratis.
Cuco la miraba, era muy joven y hermosa. Por qué era puta, podría ser cualquier cosa menos esa.
-Te daré tu dinero, tranquila. Estoy acostumbrado a pagar por lo bueno.
-Y por lo malo también, no hagas que te recuerde los de hace un rato.
Ambos rieron. Le gustaba aquella joven, y si esa noche simplemente había pasado por Molino de Viento por curiosidad y por un calentón, ahora tenía claro que frecuentar putas, al menos una en concreto, se iba a convertir en costumbre. El nombre de Vicio le venía estupendo. Sacó de la cartera el dinero y se lo dio. Ella lo guardó y le sonrió satisfecha.
-Dime, ¿adónde te llevo?
-Antes te dije que condujeses hasta el Puerto, pero creo que te perdiste. Mi hostal está en la calle La Naval y mi cuarto es el sesenta y nueve, por si quieres volver.
Se dirigieron en silencio hasta el Puerto, disfrutando de lo que había ocurrido y tal vez de lo que quedaría por ocurrir.
Esa misma noche en otra punta de la ciudad.
Faltaban menos de doce horas para que Vicio se instalara en su casa. Volvió a beber de su vaso de Whisky. Rodrigo estaba ansioso por empezar su nueva vida como presidente con ella a su lado. Si las cosas salían como había planeado, todo sería perfecto. Pero las cosas nunca salen como se planean, y eso él lo entendería más tarde.
Esa misma noche en un bar de la ciudad.
Felipe estaba borracho. Había vuelto a las andadas. El camarero (que ya lo conocía por su inclinación a la bebida) le retiró la botella de Drambuie.
-Por qué no me quiere, si yo la quiero a ella. Me ha tirado como agua sucia, como a un perro. A mí, que tanto la quiero. Es una ingrata, una fulana-. Y con esa retahíla se bebió dos botellas. Quería volver a verla, necesitaba respirar su olor, acariciarla, sentirla. La maldijo, nunca debió ablandarse, no era más que una puta. Maldijo también su época en la Facultad de Medicina, cuando se convirtió en un monstruo, por culpa de aquella noche… Mañana iría a buscar a Vicio, la obligaría a que lo atendiese, era su profesión, tendría que hacerlo. Pero Vicio no estaría durante algún tiempo. ¿Cómo reaccionará ante esa ausencia?