Ayer tuvo lugar la presentación de mi novela: "Sí, los ángeles también lloran". Fue un momento muy emotivo para mí, estuve rodeada de mucha gente que me quiere y para mi sorpresa de gente que no conocía pero que me seguían a través de este blog o de www.triangulodigital.es. A pesar de los nervios, disfruté mucho del momento. La presentación, llevada a cabo por José Luis Correa, escritor de novela negra en la editorial Alba, y profesor de Didáctica de la Literatura en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, fue muy divertida. Sólo me resta agradecerles a todos que estuvieran compartiendo ese momento conmigo, agradecer también a mi editora Francisca Maximiano y a la Editorial Seleer por confiar en mí.
Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.
jueves, 19 de septiembre de 2013
viernes, 13 de septiembre de 2013
Antología de una prostituta 5
A
las nueve menos cinco aparcó (de forma puntual) la limusina negra, con los
cristales tintados, delante del hotel Máximo Confort. El chofer, un hombre
cuarentón con los mofletes rojos debido a su sobrepeso miró de izquierda a
derecha. Vicio sonrió para sus adentros, tal vez el pobre hombre se esperaba a
una mujer con una falda de cuero (del tamaño de un cinto), en sujetador, con el
pelo enmarañado y con alguna pieza dentaria perdida en el camino de su
callejear. Tristemente, cuando alguien escucha la palabra puta, esa es la
imagen que procesa su cerebro. Hay putas con clase y clases de putas, ella
prefería ser de las primeras. Con su vestido negro ceñido, tacones a juego y un
neceser en la mano se acercó al vehículo y le sonrió al conductor.
-Buenas
señorita, ¿puedo ayudarla en algo? Le preguntó el buen hombre mientras la
escaneaba de arriba abajo (con dificultad debido a la papada de su cuello).
-Soy
Vicio, creo que me está esperando.
Los
ojos del muchacho se abrieron y descubrió que los tenía, que aun no habían
desaparecido entre la masa de carne que empezaba a alienar su cara. Lanzó hacia
el asiento del copiloto la hamburguesa que se estaba comiendo y se dispuso a
bajarse del coche.
-¡Oh,
no es necesario! Exclamó ella, sabiendo la dificultad que supondría para el
pobre hombre.
Durante
el trayecto se limitó a mirarla (admirarla) por el espejo retrovisor y Vicio
adivinó que en ese preciso momento envidaba a su jefe, ese que había contratado
a una puta con clase para satisfacer sus menesteres. Paró delante de unos
grandes almacenes, le dio un sobre y le indicó que la recogería en dos horas.
En
el ascensor de camino a la cuarta planta, donde estaba la ropa de gala, abrió
el sobre y contó dos veces el número de billetes púrpura que había en el
interior.
-¿Qué
pretende este hombre que compre? Sólo me dijo un vestido de gala, un bikini y
ropa de deporte. Dios santo, pues muy cara tiene que ser la ropa aquí. Madre
mía, con esto podría retirarme durante dos años-. Parloteaba con su única
compañera, la soledad.
El
ascensor se abrió ante una enorme planta llena de hermosa ropa y eficientes dependientas
decididas a ayudarla. Creyó haber llegado a la gloria, y es que ascender a la
cuarta planta de aquel centro comercial es un “bisnes” que tienen unos pocos. Así que decidió dejarse mimar.
Estaba haciendo negocios. Ella lo haría disfrutar en la cama y él en el dinero.
A
las dos horas estaba el preciso chofer esperándola en la calle, repitió el
gesto de primera hora de la mañana, lanzar (esta vez el perrito caliente) al
sillón de al lado, en el que aun persistían las grasas de la hamburguesa del
desayuno, a pesar de haberlas intentado borrar con algún producto para el
tapizado que atufaba la limusina.
-Debo
llevarla a casa del señor.
-Muy
bien, pues allá vamos.
La
casa estaba a las afueras de la ciudad, tardaron casi una hora en llegar a la
imponente mansión que se abría paso entre una arboleda que susurraba palabras
al viento que mecía las copas. En la puerta los esperaba un señor de unos
cincuenta años, con el pelo engominado hacía atrás y recién afeitado. Tenía los
ojos azules y patas de gallo queriendo anidar en ellos. Vestía una camisa
blanca y pantalón de pinza gris. El aparatoso conductor le abrió la puerta a su
pasajera y la ayudó a salir del coche tendiéndole la mano, único y fugaz
contacto que tendría con ella. El patrón, dueño y señor del lugar y de ella
durante veinticuatro horas se acercó y la besó en la mejilla.
-Permítame
presentarme-. Le dijo con elegancia en la voz. –Soy el Teniente Coronel del
Estado, pero para usted Rodrigo.
Vicio
hubiese agradecido un poco menos de derroche en fanfarronería. Como si a ella
le importase un carajo el cargo que tuviera. ¿Acaso la iba a sacar de puta? Pues
entonces que se ahorrara las “1cuajeringadas” y
pusiera el billete (que había dejado claro que no le faltaba) por delante. Así
que se afinó la garganta y cambió el deje por el de ese continente perdido.
-2A mí me gustan las cuentas claras y
chocolate espeso, papi.
Dígame usted qué vamos a hacer veinticuatro horas, mire que eso le va a salir
muy caro.
-Me
encanta cuando me dices papi-. Y la apretó fuerte contra él haciéndole notar la
dureza de su rifle (y no el de la contienda) sino el de combatir en guerras más
íntimas. –Quiero que me lo digas mucho, al oído, gritando-. Le decía mientras
se frotaba a punto de desgastarla.
-Claro,
mi papacito querido. Yo se lo digo cuando usted quiera, 3ni que estuviéramos bravos.
Entraron
en la casa y Vicio, al ver tanto lujo, deseó que quisiera sacarla de la
prostitución. A pesar de que su corazón no era de alquilar y que aun soñaba con
que algún príncipe la rescatara de aquel equivocado cuento de hadas y la
despertara de su pesadilla particular con un cálido beso. Pero mientras tanto
estaba en la vida real, en la que vendía sus caricias y arrestaba al corazón. El
pobre chofer, andaba jadeante, cargado con las bolsas de la compra, tras ellos.
-4Se ve que se toma la sopita-. Le
insinuó al teniente mientras señalaba a su conductor.
-Lleva
toda la vida bajo mi servicio y le gusta demasiado comer. Ya lo doy por
perdido. A lo importante-. Le dijo mientras subían por una enorme escalera de
mármol con los barandales bañados en oro y una alfombra roja bajo sus
pies. -Esta noche tengo una cena de
gala, vendrá el presidente del gobierno marroquí, Mohamed IV; Alwaleed Bin
Talal, uno de los jeque árabes más ricos del mundo y Leopoldo Cintra Frías, el
actual ministro de las FAR. Como comprenderá un hombre que sirva buen vino y tenga
a su lado una hermosa mujer es un hombre admirado. Mañana, los llevaré a jugar
al tenis y almorzaremos en la piscina, donde habrá más mujeres como usted,
mejorando lo presente, que harán degustar de los placeres españoles a mis huéspedes.
-¿Otras
putas? ¿Entonces por qué yo? -5!
Hay que estar mosca, papá!
-No
te me pongas celosa, tú eres sólo para mí. Y esta noche te encargarás, una vez
que cierre la puerta de mi habitación, de deleitarme con tus pícaras
habilidades.
A
Vicio le quedaban veinticuatro largas horas por delante y complacer a un terrorista
(deducción a la que llegó viendo quienes eran sus amistades) en la cama. Sólo esperaba
que no pretendiese que jugara con granadas ni la hiciera vestirse de militar. Aunque
por quinientos euros estaba dispuesta a dar un golpe de estado si así lo quería.
Sentía curiosidad por saber quiénes serían las otras putas, serían putas con
clase o clases de putas. Aun le quedaban muchas cosas por descubrir, pero lo
más inquieta que la tenía era su papel en la cena de gala y la refriega en las
sábanas del Teniente Coronel.
Expresiones
colombianas:
1-Cuajeringadas: decir bobadas.
2-A mí me gustan las cuentas claras y el
chocolate espeso: pongamos el dinero por delante.
3-Ni que estuviéramos bravos: faltaría
más.
4-Se ve que se toma la sopita: come
demasiado.
5-¡Hay que estar mosca, papa!: Enfadarse.
martes, 3 de septiembre de 2013
Antología de una prostituta 4
Los días de otoño entristecen el alma, el gris del cielo,
en el que queda lejano el azul, amenaza con expulsar y dejar fluir el llanto
reprimido. Pero se abstiene, se envalentona y no llora, como tampoco lo hace
ella. Está sentada en un banco del parque viendo como las hojas de los árboles
se suicidan. Se le antojan cobardes, lanzándose al vacío. Si ella fuera hoja se
agarraría a las ramas y no habría fuerza de la gravedad ni ley de la naturaleza
que la obligara a quedar a ras del suelo donde ser pisoteada por esos gigantes
e inhumanos transeúntes. Son las ocho de la tarde y empieza el movimiento, las
ve llegar, ligeras de ropa, sin clase ni otro oficio que el mercadeo de su
propio cuerpo. Algunas van semidesnudas, en tanga y sujetador. Parecen un
rebaño de ovejas sueltas, buscando un pastor que les indique el camino, que las
meta en vereda. Los coches se acercan y se lanzan sobre ellos, suplicando un
polvo, un mísero polvo por el que sacar unos eurillos que le den calor a su
frío y desesperado bolsillo. Algunas tienen suerte, suben al coche y se alejan.
Hoy seguro que comerán. Otras, en cambio, no son tan afortunadas. Se burlan de
ellas y les tiran piedras. Las llaman putas, una simple palabra de cinco
letras que te puede estigmatizar de por vida. Se sientan en el bordillo de la
acera, sacan un cigarro y pasan el tiempo observando como el humo se mezcla con
el gélido aire otoñal. Otras, sin pudor, sacan una bolsa de polvos blancos,
separan una raya con ayuda del carnet de identidad y la inhalan, empatizo con
ellas, hay que tener mucho estómago y cero escrúpulos para elegir esta
profesión (o la necesidad de comer y sobrevivir en este mundo donde ya no queda
nada para los pobres). Ve acercarse una furgoneta, les lanzan (como si fueran
perros), unas bolsas con comida y preservativos. Probablemente trabajen para
alguna mafia, esclavizadas, vendiendo su cuerpo para llevarse un mísero
porcentaje. Se levanta y se va. Ya ha visto demasiado, es una puta con suerte.
Trabaja para ella y establece sus normas. Además cuenta con el hostal y no
tiene que estar en plena calle, como carne de carroña. ¡No! Ella no acabará
así. Su teléfono sonaba de forma incesante. No quería responder, necesitaba
pensar. Era de esos días en los que el ánimo se solapa con el clima. De esos
días en los que te vuelves gris. ¿Qué había pasado con sus sueños e ilusiones?
¿Se habían desvanecido para siempre o sólo estaban aparcados? Caminando sin
rumbo llegó a la calle del hospital. Allí estaba, reconocería ese maletín entre
mil. Ese maletín del que sacó la pomada con la que le curó el labio el día que
se la folló de esa forma tan animal. De
pelo rubio y complexión fuerte. Era él, no había duda y era médico. Se agachó
para esconderse detrás de un coche y esperó a perderlo de vista.
-¿Buscas algo?-. Le dijo una voz familiar. Se volvió
sobre sus pasos y allí estaba. Le tendió la mano para ayudarla a incorporarse
pero Vicio la rechazó.
-¡Qué alegría verte!-. Le dijo.
-Yo no le conozco de nada-. Intentó recomponerse y huir
de su lasciva mirada.
-¿Ah no? No importa, yo te refresco la memoria. Cuarto
sesenta y nueve, tú y yo. Un castigo y mucho placer-. Y aprovechó para atraerla
hacia él.
-¡No me toques! No volveré a darte ningún servicio. Las
normas las pongo yo, para eso es mi negocio.
-¿Y dónde tienes el negocio? ¿Entre las piernas?
-Si te vuelves a acercar a mí, gritaré.
-Vicio, por favor, ¿a quién van a creer, a una puta o a
un respetado médico?
Tenía razón, sólo era una puta, para los ojos de la
sociedad no era más que una vulgar mujer sin estudios y sin derecho a respeto
porque se acostaba con hombres por dinero. Y los hombres que demandaban sus
servicios, ¿qué eran? Seguían siendo respetados médicos, abogados… ¿Qué papel
ocupaban en esta clasista sociedad?
-Por cierto, tienes que explicarme cómo llegué a mi casa
y por qué tenía benzodiacepina en mi organismo-. La miró y arqueó una ceja.
-¡Joder, joder! Que es médico, seguro que me va a
denunciar-. Pensó. –A mí qué me cuentas. Tú sabrás qué más vicios tienes sin
ser yo.
La agarró por los dos brazos y se apretó contra ella. A
Vicio le flaquearon las piernas. ¿Qué le pasaba con aquel hombre que la
humedecía simplemente con su presencia?
-Anda, vamos a mi casa. Sólo una mamadita-. Tenía la voz
rota por el deseo. El teléfono de Vicio seguía sonando, se separó de él y
contestó.
-¿Alo?
-Con Vicio, por favor.
-Habla usted con ella, papacito.
-Quiero contratar sus servicios durante veinticuatro
horas-. Le dijo una voz madura. Se podía adivinar que era alguien culto. La
trataba de usted. La respetaba.
-Muy bien, papi, pero eso es más caro. Si usted quiere
que le haga compañía todito un día son
trescientos euros, si quiere sexo sube a quinientos papacito y la ropa de gala
la paga usted. Mire que yo no tengo plata.
-No se preocupe, mi chofer la recogerá mañana a primera hora delante del hotel Máximo
Confort y la llevará de compras. Necesitará un vestido de gala, un bikini y
ropa de deporte. No se retrase.
Se cortó la comunicación y a Vicio le volaron mariposas
en el estómago al saber que ganaría quinientos euros. El médico (que seguía
allí) abrió la cartera y le enseñó dos billetes de quinientos.
-Yo no te retendré veinticuatro horas, pero te daré
esto-. Y movió los billetes en el aire. Vicio retrocedió, era tentador pero su
raciocinio la invitaba a alejarse. Aquel hombre era peligroso y no porque le
gustara el sadomasoquismo, sino porque podía enamorarla. Se dio la vuelta y se
fue sin volver la vista atrás. Mañana
sería un gran día y debía estar radiante.
lunes, 26 de agosto de 2013
Antología de una prostituta 3
-¡Au!-.
Gimió. Pero él la golpeó más fuerte. -¡Au!-. Repitió.
El
cinto chocaba contra su culo provocándole un escozor que duraba varios minutos,
y que aumentaba con un nuevo latigazo. Perdió la cuenta de cuántos azotes
alcanzó y puso en marcha su instinto de supervivencia.
-Papacito,
no me castigue más, mire que prometo ser buena, se lo juro por la virgencita.
-¡No,
mami! Has sido muy mala y tienes que aprender. ¡Levántate!
Se
incorporó y quedó frente a él. La inspeccionó con minucioso cuidado.
Alta,
delgada. De huesos marcados (pero sin aspecto enfermizo), de piel muy blanca y
pecosa. Los ojos color miel, combinados con el color de su larga melena
ondulada. Nariz respingona y labios carnosos. Al sonreír se le marcaban dos
hoyuelos en los cachetes y cuando la poseía el vicio (había descubierto que podía
sucederle con algunos clientes), se mordía el labio inferior. Tenía los dientes
pequeños, pero alineados, que se perdían dentro de su boca, tras sus gruesos
labios. Llevaba un camisón corto, de gasa transparente, que le caía sobre las
caderas.
-¡Date
la vuelta!-. Le exigió con cara de satisfecho. Le acarició las nalgas moradas y
las besó. Agarrándola del pelo la atrajo hacia él, y así de espaldas como
estaba, comenzó a besarle el cuello. Esa muestra de pasión después de la
agresividad de los azotes la estremeció y lo notó en la humedad de su polo sur.
Se frotó contra él y sintió como su excitación aumentaba. De un sólo movimiento
quedaron cara a cara y se leyeron, en los ojos, las miserias de ambos. La
empujó hacia donde su mástil imperaba erecto y la obligó (sin tener que
esforzarse mucho) a darle calor a su miembro, y ella (deseosa) obedeció. Era
una experta haciendo mamadas, la satisfacción o lo rápido que sus clientes
alcanzaban la cima de la montaña del placer,
la había graduado cum laude.
Su
peculiar cliente se volvía más agresivo entre más excitado estaba y le amarró
el cinturón (con el que le golpeó el culo) a modo de mordaza. La levantó por
los brazos y la empujó contra la pared, provocando que se golpeara la cabeza.
La cogió por los muslos subiéndola y quedando suspendida en el aire. La
embistió de forma feroz.
Vicio,
intentaba respirar a través del cepo que tenía en la boca. Comenzó a asustarse.
Le faltaba el aire. Los ojos de aquel extraño estaban fuera de sí y por suerte
para ella la liberó, aprovechando para recuperar su respiración algo
entrecortada. La besó. Eso estaba prohibido. Nada de besos ni de quedarse
tumbado a su lado después de haber terminado el servicio. ¡Nada de amor! Cuando
quiso recordarle esa norma, le mordió el labio inferior y notó como la sangre
caliente le bajaba por la barbilla.
Lo
empujó y se zafó de sus manos. Fue al baño a mirarse la herida. Le había hecho
un corte. Se lavó la boca y al levantar la cabeza lo vio detrás de ella por el
espejo que colgaba encima del lavamanos.
-Aquí
las normas las pongo yo. ¿Entendido?-. Y la metió dentro de la bañera.
Abrió
el grifo y dejó que el agua fría apaciguara la tensión. Se volvió delicado y
fue besando poco a poco cada rincón de su cuerpo, mientras se dejaban fluir
como la cascada que caía por sus cuerpos. La hizo disfrutar y bebió de la
panacea que escondía su vientre bajo. Esta vez (ya liberada) pudo gemir de
satisfacción, convirtiéndose en una gota más de agua que se disuelve en tu mano
después de un viaje de descenso al vacío. Volvió a penetrarla. Abrazados
remaban a favor de la corriente para llegar a la orilla del río del placer. Y
llegaron. Permanecieron unidos unos minutos.
Se
respiraba un aire espeso entre ellos, como quien espera la revancha. Ya
ataviados, él sacó un neceser de su maletín, la sentó en el borde de la bañera
y le curó el labio. Le dio un beso en la frente y salió del cuarto de baño. Se tumbó
en la cama.
-Debes
irte. Sabes que otra de las normas es que no puedes quedarte después del
servicio. Y ya violaste una, así que hazme el favor y lárgate-. La tensión de
la situación la hizo olvidarse de su adoptado acento.
Sus ojos
volvieron a encenderse con la agresividad de un depredador. Vicio, retrocedió. Debía
cambiar de táctica.
-Pues
quiero otro servicio. Pagaré el doble.
-Paga
por adelantado.
La escrutó
con la mirada pero aceptó. Sacó sesenta euros de la cartera y se los dejó
encima de la mesa que estaba junto a la puerta de la entrada.
-Ahora
quiero descansar un poco-. Y se tendió en la cama con la mirada fija en ella. Vicio
no estaba segura de poder soportar otro combate como el de hacía unos minutos y
pasó al plan B. Recuperando su fingido acento quiso amansar a la fiera.
-Bueno,
papacito, te invito a una copa para reponer fuerza y me des candela de la
buena.
Aceptó
y Vicio se dirigió a la esquina de la habitación donde había una nevera y un
mueble bar. Se puso de espalda al cliente, llenó dos copas de vino y en la de
él añadió unas gotas de somnífero que le había preparado un camello de la
ciudad para ocasiones en las que regía la supervivencia. Se acercó a la cama y
le dio la copa. Se sentó a su lado y bebieron en silencio. Al cabo de diez
minutos su acompañante casual dormía plácidamente. Lo vistió como pudo y llamó
al sobrino del dueño del hostal, un joven de unos veinte años, de pocas
palabras y un poco bruto. Se lo cargó al hombro y lo dejó en la dirección que
aparecía en su documento de identidad. En dos horas despertaría sin recordar nada
y con sensación de resaca.
Era puta,
pero humana. Vendía su cuerpo, pero merecía respeto. Podías disfrutar de ella,
con ella, pero no someterla, o tal vez sí. Tú pagas por el producto y haces lo
que quieras con él. Pero ese producto tenía piel y nombre (aunque se esconda
tras otro), tenía límites. Pero al fin y al cabo era puta. Había elegido la
cara equivocada de la moneda. Una moneda de cambio sin más valor que ese, un
trueque de placer por dinero. Ya llevaba demasiado camino andado y dar marcha
atrás se le antojaba lejano. Se sacudió la negatividad, eran las tres de la
tarde y su nuevo cliente estaba al caer.
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