Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

martes, 26 de febrero de 2013

Punto Rojo 2




Alejandro salió de su escondite. No le resultó difícil pasar desapercibido en un lugar en el que las mujeres iban desnudas, contoneando sus curvas y mostrando su carne fresca a los depredadores, quienes animales hambrientos, jugaban a cazar y ser cazados. La sala estaba llena, pensó en la crisis. Cómo era posible que él trabajase día y noche por un miserable sueldo que había aprendido a estirar para poder llegar a fin de mes y que el resto de la sociedad tuviera dinero para putas. Como decía su padre, -hijo mío en esta vida sólo da dinero dos cosas, la funeraria y las putas. La gente seguirá muriéndose y seguirá follando-. Miró a su alrededor, una luz muy tenue iluminaba la estancia en su justa medida, para poder ver pero no observar, que resaltaba las virtudes y escondía los defectos. A su derecha había una barra, alta, de ladrillos rojos, sobre la que descansaba una tabla alargada de madera donde reposaban las bebidas de los clientes. Alrededor los taburetes de cuero rojos en los que permanecían sentados algunos bebedores solitarios. Detrás de la barra, las camareras servían copas ataviadas con corpiños negros, tangas y ligueros. Sabiendo que ante semejantes vistas, hasta el más abstemio de los hombres terminaría pidiendo una copa. En el centro del local, de paredes moradas decoradas con látigos, fustas, máscaras y otros elementos macabros, había tarimas en las que las jóvenes deleitaban a los asistentes con las contorciones que eran capaces de hacer con su cuerpo. A su izquierda se encontraban los reservados, grandes y cómodos sillones de cuero rojo, a juego con las butacas y de curiosas formas; dos piernas abiertas, un pene, dos pechos, acompañados de una mesa y separados por cortinas negras de gasa. En ellos podías ver como las experimentadas concubinas calentaban los motores de sus acompañantes. Detrás de él había un pasillo que conducía a las guaridas del vicio, del pecado y del placer. A las habitaciones de la mentira, de los sentimientos comprados y las almas vendidas, y a una sala de juegos.
Perdido en aquel mundo saturnal que se presentaba ante sus ojos reparó en una muchacha que llamó su atención. Era hermosa y muy joven. Tenía una larga melena negra que le caía desordenada sobre su espalda. La piel morena y unos enormes ojos azules. Sus labios de terciopelo invitaban al deseo y a dormirse acunados por ellos. Vestía igual que sus compañeras, con lencería negra, que parecía hecha a medida para su esbelto cuerpo. Miraba a la nada y aparentaba querer huir de todas las bocas que intentaban saciar su apetito mordiendo su cuerpo, mientras ella fingía sensualidad. No era una puta como las otras, no le gustaba estar allí. Subió la escalera que conducía a la salida y decidió esperar en el coche hasta que cerrara el Punto Rojo. Luego seguiría a Laura, quien probablemente lo guiaría hasta su compinche y cerraría el caso con un galón en su camisa.
-Laura cariño, qué quería de ti ese hombre.
-Nada Mona, lo mismo que quiso saber de ti, nuestra relación con Pepe y poco más.
-Me alegro de que ese malnacido esté muerto, pero qué va a ser ahora de nosotras, si cierran el local a dónde voy a ir a trabajar.
-¡Mona por favor cállate! De puta no te va a faltar trabajo, además pronto vendrá alguno de sus socios y se encargará del local. Me voy a mi habitación, necesito descansar.
-¿Pero no vas a hacer ningún servicio?
Laura la dejó hablando sola, se dirigió a su cuarto. Andaba nerviosa de un lado a otro. Eran las tres de la madrugada, en dos horas cerrarían el local. Tenía que coger el dinero e irse. Abrió la puerta y miró a ambos lados. La noche estaba ambientada, todos andaban demasiado ocupados en complacer y ser complacidos. Caminó hasta el despacho de Pepe, sintió arcadas, aun olía a él, a puro y colonia barata. Encendió un mechero y caminó a tientas golpeándose con las sillas. Encontró la caja fuerte. Dos, cuatro, dos, hache, dos y listo, la puerta se abrió. –Joder-. Rebuscó entre todos los papeles que había dentro pero no encontró ningún billete, no había ningún vestigio de que allí pudiese haber dinero. –Joder, joder, mierda-. Se repetía. Miró a su alrededor, no había luz y lo poco que alumbraba su mechero no era suficiente para despertar en ella alguna sospecha de dónde podría estar escondido el dinero. Cogió su teléfono marcó con rapidez esperando recibir alguna respuesta.


-Hola, nena, ¿ya tienes resuelto nuestro futuro?
-Aquí no hay nada. Joder, no hay un puto céntimo. ¿Quién coño te dijo que escondía el dinero aquí? Sólo hay papeles y más papeles.
-Laura, estás segura de eso, has mirado bien.
-Sí he mirado bien, sé lo que es un billete y aquí no hay nada.
-Puto chino me la ha jugado. Nena, vete directa a tu casa. No vengas a la mía. Tengo que encontrar a ese cabrón, esto no puede quedar así. Te llamo desde que sepa algo, no me llames tú.
Colgó el teléfono dejando a Laura sin respiración y muerta de miedo. Salió del despacho, cogió sus cosas y se fue.
-Mona, no me encuentro bien, toda esta historia me ha dejado mal cuerpo, nos vemos mañana.
Y sin esperar a que pudiera contestar, se marchó.
Alejandro se incorporó en el asiento de su coche dispuesto a seguir a Laura. Caminaba nerviosa hacía la parada de taxi.
-¿La llevo a algún lugar?- Le preguntó disminuyendo la marcha a su altura.
-¿No teme perder su buena reputación de niño pijo y gran policía viéndolo con una puta en su lujoso coche?
-Me gusta correr riesgos. Suba, no es bueno que una mujer ande sola por la calle a estas horas.
Laura soltó un bufido.
-Conozco estas calles mejor que usted señor agente. Se lo agradezco, pero me gusta dormir con hombres y soñar sola, y ahora me voy a soñar.
Paró a un taxi y se subió en él. Sabía que la seguiría, las cosas no estaban saliendo bien. Sin el dinero no podrían marcharse de la isla y ese pretencioso policía estaría pisándole los talones hasta que descubriera la verdad. Sacó del bolso la cadena con la virgencita del Pino que le había regalado su madre, antes de convertirse en lo que era ahora, y la besó. A partir de esa noche la arroparía el remordimiento, la abrazaría el miedo y despertaría con la incertidumbre. La única certeza que tenía es que su tragedia empezó con la muerte de Pepe.

  

miércoles, 20 de febrero de 2013

El beso



No hay nada más hermoso que un beso. Un beso que se intuye en la mirada. Ese exótico juego en el que los ojos se buscan, tímidos, y vuelven a perderse en la nada, temerosos de que el otro lea en sus pupilas el deseo. Otra mirada que te ruboriza, una sonrisa tonta y un tema de conversación absurdo para saciar las ansias. Y vuelves a alzar la vista y ahí están esos ojos marrones diciéndote en susurros, -yo también quiero besarte-. Se instala el silencio entre ambos, acompañado del palpitar de sus corazones. Las mariposas revolotean allá abajo. Cambian la postura, torpes tropiezan los cuerpos. Y ya no hay salida, la electricidad estática cumple su función y los cuerpos se acercan, se atraen. Dudan. Y surge el beso. Ese roce de labios suaves, ese jugueteo de lenguas húmedas. Es un beso lento e interminable, que a pesar de la pasión que esconde, controla el deseo. La situación se calienta, las manos empiezan a tomar la iniciativa y suben nerviosas, se acarician la cara, el pelo, e intentan guardar en la memoria del tacto, la piel del otro. Los labios se separan. Duele. No entienden qué ha pasado ni si volverá a suceder. Se despiden con color en las mejillas y más calor del habitual. ¡Ay un beso! Todo lo que esconde un beso. Una historia, una caricia, un recuerdo y miles de fantasías. El desvelo en la noche y la añoranza por volver a saborear el elixir que emana de su boca. ¡Ay un beso! ¡Cuánto sabe un beso!

martes, 19 de febrero de 2013

Mensaje en una botella




Llevaba toda la noche sin dormir. Escribiendo una y otra vez retales de su vida. Los papeles en blanco se amontonaban encima de la cama. La luz de la habitación era cálida, se había acostumbrado a la oscuridad. Se sentía protegida y arropada por la penumbra. Cuatro paredes que se habían convertido en su fortaleza. Cuatro paredes fucsias adornadas con cuadros de Miró. Una cama enorme que añoraba compañía. Un amplio ventanal con las persianas bajas para evitar que se colara algún rayo de luz intruso,  y ella y su soledad decoraban su pequeño mundo. Terminó de escribir, leyó el resultado, cogió la botella de cristal e introdujo el mensaje dentro. La cerró con un tapón de corcho y le puso un lazo rojo. Dentro no sólo había un mensaje. Estaban todos sus sueños y añoranzas. Los besos que había dado y los que no volvería a dar. Besos dulces y apasionados. Traviesos y juguetones. Lentos y cálidos cargados de amor. Besos y más besos. Besos forzados y besos con palabras ocultas, te quiero, te deseo, me atraes… Tenía que enviar el mensaje, aunque ello implicase salir de su alcázar. Cogió su desgastada manta rosa y se cubrió los hombros. Fuera la sorprendió el amanecer, sus ojos tuvieron que acostumbrarse poco a poco a los rayos de sol, que insistentes intentaban golpearlos. Caminó durante cinco minutos para llegar a su lugar favorito. Ese lugar que la naturaleza había creado para ella. Un lugar puro, oxigenado. Llegó a la orilla del mar. Las olas le dieron la bienvenida con un tímido susurro y un beso de espuma y sal.  Se sentó en su roca favorita y dejó que el mar le acariciara los pies. Miró al horizonte y buscó un punto fijo. Allá a donde dejaba volar su imaginación. Permaneció en silencio unos minutos, lo que para otros podría ser una eternidad. Amaba el silencio y la calma imperturbable en la que se había asentado su vida. Sacó la botella de su bolsillo, la miró por última vez y con un movimiento rápido y seguro la lanzó al horizonte. Su mensaje navegaría por el mundo, tal vez llegara a algún puerto, quizá lo encontraría su receptor. A lo mejor se perdería en la nada como lo había hecho ella. Se levantó de su piedra y volvió a su dulce morada.
            En la orilla de la playa se encontraba él jugando con su perro. Era una tarde de invierno. El mar estaba enfurecido y las olas se peleaban. Los días eran más cortos y el sol empezaba a esconderse entre el cielo y aquella lejana línea que parecía dividir dos mundos. Llevaba más de una hora allí y los pies de Jaime empezaban a arrugarse. El frío le calaba los huesos y sus mejillas estaban coloradas por los besos helados que le daba el aire. Aun así quería prolongar el momento de volver a casa, que estaba triste y silenciosa desde que María, a quien creía el amor de su vida, se había marchado con otro, que al parecer la hacía más feliz.
Conde no le hacía caso, no atendía a sus insistentes llamadas en ninguno de los idiomas que le hablaba. Jaime se acercó a su perro, jugaba con una botella que tenía un tapón de corcho y un lazo rojo. Se la quitó del hocico con algo de esfuerzo y justo antes de devolverla al mar sintió curiosidad por descubrir qué mensaje oculto llevaba en su interior. Siempre había sido un soñador, le gustaba fantasear con la vida y el amor. Tal vez por eso lo abandonó María, se cansó de que viviera en mundos ajenos al real. Se sentó en una piedra y descorchó la botella, sacó el papel y comenzó a leer.
Querido nadie, tal vez nunca recibas este mensaje porque quizá no existas. Tal vez esa estúpida teoría de la media naranja es sólo un mito que los humanos hemos querido convertir en real y nos pasamos la vida cortando naranjas a ver cuál se adapta a nuestro jugo. Dicen que todos tenemos esa mitad perfecta, que aparece en el momento adecuado para pasar el resto de su vida a tu lado. Querido nadie no quiero que aparezcas. Así que deja de buscarme. Ya he tenido algunas naranjas que han estado demasiado agrias. Creí, en la última mitad que se me acercó, encontrar mi mitad perfecta y volqué mi vida en él. Resulta que no fui  tan perfecta para esa mitad y se fue a rodar por el mundo a probar otras mitades y a mí me dejó sin jugo y sin ganas de probar más frutas. Cambia tu rumbo porque me doy por vencida. Querido nadie espero que algún día recibas este mensaje y lo puedas entender.
Con amor, tu media naranja imperfecta.
Lucia León, 14 de febrero de 1990. Las Palmas de Gran Canaria.
Anocheció mientras Jaime estaba perdido en la lectura de aquella carta. Era de 1990, calculó velozmente, ese mensaje llevaba navegando más de treinta y cinco años, era catorce de febrero del dos mil veinticinco, y había llegado a sus manos el mismo día que esa extraña y desconocida mujer se abandonó al desamor y a la soledad. Tal vez debía leer entre líneas, las cosas siempre pasan por algo. De pronto sintió un enorme deseo de conocer a Lucía. Cuánto años tendría ahora, seguiría viviendo en Canarias, si es que aún vivía. Qué habría sido de su vida. Lucia había conseguido que dejara de pensar en María por un segundo, y tomó una decisión. Como buen periodista intentaría encontrar a esa misteriosa mujer. Recordó la cita de Miguel de Cervantes: Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.
Y con este último pensamiento se marchó con su perro y la botella como un niño con un tesoro.

jueves, 14 de febrero de 2013

Punto Rojo



            Sus tacones rompían el silencio de la noche. Traía un andar extraño, sus pisadas no eran melódicas como de costumbre, con el dulce tintineo del mover de sus caderas. Aquella noche la melodía era más agresiva, con matices siniestros. Andaba nerviosa, mirando continuamente, de un lado a otro. Subida en sus grandes tacones, sus largas piernas abrigadas con medias de redecilla, parecían una interminable carretera sin salida que te conducían al barranco del olvido. Llegó al Punto Rojo. Su jefe, un cincuentón verde, que disfrutaba de su trabajo mucho más que cualquier empresario, no había llegado. El bar aún estaba vacío. Algún que otro bebedor solitario, bien vestido, que ahogaba sus penas entre copa y copa por haber discutido con su novia. Con él sabía que no se comería un rosco. Despechados, todos querían probar, pero luego malgastaban cien euros por una hora de cháchara con una desconocida, que iba en lencería y tenía que escuchar lo maravillosa que era su novia y lo infeliz que él la hacía. Decididamente no. Esa noche quería algo más duro. Necesitaba descargar la adrenalina que llevaba oculta en sus entrañas. Esperaría a las dos. Algún borracho sucio siempre caía. Ella se acercaría y le mordería el cuello. – ¿Quieres jugar un poco papi? He sido muy mala-. Él se haría el machote delante de sus amigos, sonreiría con cuatro dientes menos, perdidos en alguna pelea o ajuste de cuentas y la seguiría entre vitoreos hasta el cuarto oscuro, donde por cien euros y sesenta minutos follarían como perros.
-¿Dónde has estado? Menos mal que Pepe no ha llegado. ¿Tú no estarás haciendo extras a domicilio? Mira que si el señor se entera me manda para Rumania.
Mona era una mujer de treinta y cinco años. Llevaba en Canarias tres, en busca de una mejor vida. -¿Acaso hay un país qué te ofrezca una vida mejor, o se la ofrece uno mismo?-Pensó. Pepe la contrató como camarera, aunque acabó haciendo otras labores, las de puta, pero antes se aseguró de que servía para el trabajo cepillándosela un par de veces. Decía que los buenos catadores siempre probaban primero el vino. A las putas de su bar también les cataba el vino de la entrepierna antes de servirlas en bandeja a sus clientes.
Mona tenía dos hijos en su país. Trabajaba día y noche para poder enviarle dinero a su familia y cedía en todos los chantajes y perversiones de su jefe para conseguirlo. Además, como bien decía ella, no sabía hacer otra cosa, a dónde iba a buscar trabajo. Ese era el discurso de Pepe, si eras inmigrante y puta, ya no valías nada.
-No Mona, no estaba haciendo ningún servicio a domicilio. Me entretuve planchándome el pelo.
-Pepe debe estar al llegar. Cámbiate, que no te vea así, o sabrá que te has retrasado.
-Relájate Mona, tal vez ya lo sepa. Puede que incluso no venga.
Se dirigió a su cuarto y se miró al espejo. Le gustaba la Laura que veía. Sus ojos tenían más brillo, el brillo de la esperanza. Se puso un corpiño de satén morado a juego con el tanga y para celebrar que era una gran noche le añadió unos ligueros de encajes.  Se atusó el pelo caoba que le caía sobre los hombros, se pellizco las mejillas por dos motivos, el primero para dar color a su tez blanca y el segundo para asegurarse de que no estaba soñando. Cuando regresó el bar estaba ambientado. Pepe seguía sin llegar. El corazón le latía velozmente y la satisfacción le acariciaba la piel. Buscó alguna presa. Esa sería una gran noche, una noche de despedidas, que mejor que hacerlo con un buen polvo y cien euros en el canalillo. Arrastrando por el cinturón a su víctima le hizo un guiño a Mona para que no la molestara. Tenía trabajo. En la habitación estaba todo listo. Una cama, con los muelles pasados, abrigada con una sábana de leopardo. Una lámpara roja para darle cutrez, no calidez, a la estancia. Condones en la mesa de noche y un baño viejo para que el cliente se asease antes de revolcarse entre fluidos corporales y sexo. No había elegido mal. Un joven treintañero, con poca gracia pero limpio. Si estaba allí, con esa pinta de friki que tenía, era porque fuera no conseguía mojar en caliente, así que pondría todo su empeño en descargarse con ella. Se saltó los preliminares, estaba ansiosa, excitada por lo que esa noche escondía. Dos golpes en la puerta le aumentaron la tensión. –Pero qué coño-. Se dijo.
-Joder estoy ocupada.
-Laura, preguntan por ti.
-Que se esperen, en una hora estoy lista.
Sin pedir permiso abrieron la puerta, dejando al descubierto aquella primitiva imagen. Ella a cuatro patas siendo embestida por un animal.
-Vístase señorita. Tenemos que hacerle algunas preguntas-. Le decía el joven mientras le enseñaba la placa que indicaba que era policía. –La esperaré fuera-.
Algo ha salido mal, pensó.
-¿Me devuelves los cien euros? No hemos conseguido terminar.
Le lanzó el billete y lo echó del cuarto a medio vestir.  Envuelta con una bata de seda negra salió al bar. El joven policía la esperaba. Sus compañeras no hacían más que rondar alrededor de él.
-No son de los que se dejan su dinero en nosotras, así que vete-. Le dijo a la más joven. Con un movimiento de cabeza le indicó que la siguiera. Entraron a un pequeño despacho. Laura sacó del mini bar dos vasos y una botella de whisky. -No bebo, señorita, cuando estoy de servicio-. Ella lo miró, pensando en la cantidad de servicios que podría hacerle.
-¿Lleva mucho trabajando aquí?-. Le preguntó mientras sacaba un pequeño bloc.
-Cinco años, dos meses y tres días, para ser exacta.
-Su jefe se llama José Valido Hernández, por lo que tengo entendido.
-Sí, eso creo. Nosotras lo conocemos como Pepe.
-¿Y qué relación tenía usted con su jefe?
-Una relación estrictamente profesional. Yo trabajo y él me paga. ¿Puedo preguntarle por qué?
-Lo han encontrado muerto a escasos metros de aquí señorita. Ahora mismo está el cuerpo de la judicial buscando pistas.
Laura intentó hacerse la sorprendida. Debió haber previsto esta situación. Ensayar caras o maneras de sorprenderse.
-Vaya, no sé qué decir señor agente. Estoy un poco aturdida. Imagínese, qué será ahora de nosotras-. Bebió un largo trago de su vaso. -¿Y cómo fue?
-Al parecer lo encontraron desnudo, con una bolsa de basura simulando un pañal, con las manos maniatadas y un corte en la yugular. Llevaba un cartel que decía: “Soy un chulo y me doy asco”.
-¡Oh Dios mío! Quién podría hacer algo así. Pobre Pepe, era tan buena gente.
-Usted ha dicho que su relación era solamente profesional.
-Sí señor agente.
-Algunos testigos dicen haberlos visto juntos esta tarde, que discutían en medio de la Avenida de Canarias. ¿Es eso cierto?
-Fui a comprar algunos juegos de lencería, entre ellos este que llevo puesto-. Se abrió la bata y dejó su cuerpo semidesnudo al descubierto. -Me lo encontré en la calle y le dije que me tenía que pagar el dinero que me debía del mes pasado, que mi casero me había dado un ultimátum. Él estaba algo nervioso, al parecer tenía problemas con el dueño del Bar Avenida, algo relacionado con que le estaba quitando clientela. Me dijo que me pagaría esta noche y me fui.
-El dueño del Bar Avenida...Sabe si le dijo algo más, algún detalle que se le haya pasado por alto.
-No, sólo eso. Y no le di importancia, últimamente tenía problemas con mucha gente.
-¿Era problemático?
-No que yo sepa. Cuestiones de dinero, juego y esas cosas.
-Muy bien muchas gracias. Si recuerda algo más que debiera decirme llámeme, aquí le dejo mi tarjeta.
-Descuide que así lo haré.
El corazón volvía a latirle con normalidad. Fue a su habitación y cerró la puerta. Buscó el teléfono móvil en el bolso, pulso la tecla de rellamada.
-Hola muñeca.
-La policía acaba de venir a interrogarme.
-Es puro trámite muñeca, no te preocupes. ¿Tienes el dinero?
-No, aún no. Mona está muy pesada hoy, y supongo que después de esta visita lo estará más.
-Nena, tienes que coger ese dinero. Tenemos que largarnos de aquí esta noche. Apáñatelas, pero hazlo.
-Veré lo que puedo hacer. ¿No habrás dejado ninguna prueba, verdad?
-Pero cariño, qué te pasa. Estás hablando con un profesional. Relájate, o mejor ya te relajo yo luego.
Colgó el teléfono al oír pasos en el pasillo. Cuando abrió la puerta vio pasar una sombra fugaz. Pensó que sería algún cliente saliendo de una de las habitaciones. Ramón tenía razón. Debía relajarse. En pocas horas estaría muy lejos de allí.
Alejandro permanecía escondido entre las cortinas de una sala de juegos, o eso intuyó que sería. Esa noche iba a ser muy larga. No se fiaba de la versión de aquella puta pelirroja. Y menos aún después de las pocas palabras que pudo escuchar a través de la puerta de su habitación. Sabía que ella tenía que ver con aquel asesinato. Pero, ¿quién era su compinche? Ella no pudo maniatar al muerto, el hombre pesaba tres veces más y la autopsia no indicaba que lo hubiesen drogado.
Era lunes por la noche, qué mejor manera que empezar la semana con un buen caso. A este ritmo ascendería a inspector.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Conversaciones con la luna

Desde que amaneció supo que ese día también iba a llorar. Cuando los primeros rayos de sol empezaron a entrar por el amplio ventanal que hacía de pared en su dormitorio maldijo al amanecer. Un nuevo día significaba seguir sintiendo, tener que aguantar otras quince horas de luz y desasosiego. Se había hecho amiga de la noche. Del silencio y la oscuridad. Se había hecho amiga del fin. Deseó estar aún más lejos de lo que estaba. Deseó volverse pequeña y desaparecer por completo. Miró como el sol nacía un nuevo día sin importarle como de larga hubiese sido la noche. Resurgía cada día brillando en lo alto sin importarle un carajo las sombras que pudiese haber en el resto del mundo. Deseó ser como el sol, nacer cada día como si fuera el primero y brillar allá en lo alto. Pero hay cosas imposibles, hay demasiadas cosas imposibles. Ella era más amiga de la luna, con la que solía tener largas conversaciones que quedaban en nada, porque el dolor lo llevaba ella por dentro. Huyese a donde huyese el dolor permanecería a su lado, hasta que se hiciese inmune o hasta que se acostumbrara a vivir con él. Hace muchos años pasó por ahí, metió al dolor en casa, lo sentó en el sofá y lo invitó a café, fue un gran error, porque desde aquel día, desde aquel inadecuado café, permanecieron juntos de la mano durante años. Ella creía ser feliz, lo tenía de su lado y ya no se volvería en su contra. Pero lo traicionó. Un día la felicidad le tocó en la puerta y la dejó entrar. Fue un tiempo hermoso, demasiado hermoso. Volvió a nacer la luz, las flores eran de colores y la música más pegadiza que de costumbre. Traicionó al dolor, le dio la espalda y llegó a decirle que no lo quería más en su vida, que había descubierto algo mejor. Él, sintiéndose traicionado, esperó paciente, porque sabía que más tarde o más temprano, la felicidad, mujer falsa y dañina que desaparece como por arte de magia, se iría y sólo quedaría él. Permanecería a su lado en cada noche de soledad y lágrimas, volvería con más fuerza, porque con el paso del tiempo los dolores del alma se vuelven más fuertes e imposibles de superar. Y llegó ese día, la alegría se fue con la música a otra parte y ella se quedó sola en una bonita casa en medio del desierto, rodeada de silencio y dolor. Y allí estaba él. Poco a poco se fue acercando hasta abrazarla y envolverla por completo en un ansiado abrazo de quien menos lo deseaba. Se rindió, se sumió al dolor y le prometió no volver a abandonarlo nunca. Él le prometió lo mismo, y el dolor jamás rompe sus promesas.
Como había augurado desde que vio los primeros rayos de sol, lloró. Lloró por ella y por él, más por él que por ella misma. Lloró por lo fácil que hubiese podido ser todo y lo complicado que resultó. Lloró por no ser escuchada, por no creer en su filosofía del amor. No hay rosa sin espina, no hay amor sin dolor, sin sacrificio y sin lucha. No hay amores fáciles, eso no son amores. El amor se tiene que luchar en la más temida de las guerras, para que cuando lo tengas entre tus manos sepas valorar y saborear cada una de las cosas que te puede aportar. Del amor no se puede huir, porque empezará a perseguirte y acabará encontrándote cuando menos lo esperes. Es mejor abandonarse a él, entregarse sin reservas, sin miedos y con pasión. Lloró por no haber sido correspondida. Lloró por el ayer, por el hoy y el mañana. Lloró por la hostilidad que recibía, porque la lapidaran por sus errores y su propio verdugo saliera impune de los suyos.
Se levantó de la cama, se puso una chaqueta encima del pijama y salió a pasear por los alrededores de su casa. Olía a humedad y a amanecer. A hierba fresca y a recuerdos. Ya había estado allí un año atrás, acompañada. Ya había paseado por las recónditas calles de aquel recóndito lugar, acompañada. La única vez que se fue lejos, acompañada.
Intentaría desmayarse emocionalmente y despertar cuando fuera de noche. Se calentaría un té y se sentaría en la terraza. Escucharía a los grillos y el suave balanceo de los árboles mecidos por el viento. Miraría a lo lejos pero no podría ver nada. La noche ocultaría las montañas que le hacían de escudo del mundo durante el día. Luego alzaría la vista al cielo y allí estaría ella, elegante y confidente de sus secretos, para que tuviera conversaciones, conversaciones con la luna.

viernes, 11 de enero de 2013

Por segunda vez

Ya había vivido esta escena. También estaba advertida. De nada le sirvió pelearse con el mundo, con sus amigas y conocidos cuando le repetían una y otra vez “volverá a dejarte, volverá a hacerlo”. Pero ella y su estúpida fe ciega quisieron seguir adelante, confiar en él y en el amor que creía que sentía por ella. Craso error. Ese amor no existía, era como un oasis en el desierto, como la fragancia de un perfume que te trae bellos recuerdos, como el agua que se escurre entre tus dedos dejándote esa sensación de frío en las manos, como la nada. Y ahora estaba sola, una vez más, enjugándose las lágrimas con su suéter desgastado. No quiso llamar a nadie, ¿para qué? Sólo escucharía reproches “te lo advertí.” “Jódete, por falta de decírtelo no fue.”  Y por más que le doliera reconocerlo tenían razón. Se creyó Aquiles en la guerra de Troya, desafiándolos a todos con su espada y su falsa creencia de inmortalidad. Así que decidió agachar las orejas, meter el rabo entre las patas y alejarse en silencio.
La maleta descansaba sobre la cama, abierta, dispuesta a recibir todos sus sueños frustrados, sus penas y recuerdos. Iba metiendo la ropa con cuidado, agotando hasta el último segundo, creyendo que ocurriría un milagro, que su teléfono empezaría a sonar, aparecería la imagen de él reflejada en la pantalla, descolgaría el teléfono y escucharía su voz, pidiéndole disculpas, pidiéndole que no lo abandonara y lo ayudase a solucionar sus problemas. Pero nada de eso ocurrió. Ese era su fallo, siempre había vivido soñando, creyendo que recibiría de los demás lo mismo que ella daba, pero la realidad era bien distinta y no podía culpar a nadie, ni siquiera a él. Ella había decidido amarlo incondicionalmente, darle todo lo que le pidió, si él no supo valorarla, si no quiso amarla, ella no tenía armas para enfrentar esa guerra.
Cerró la maleta con las escasas prendas que decidió meter en ella y muchos recuerdos que se quisieron colar. Desactivó el wathssap, canceló su cuenta de Facebook, y se despidió de su vieja vida.
La dulce voz de la azafata la obligó a salir de sus pensamientos. – ¿Desea tomar algo?-  Guardó silencio al ver las lágrimas de la joven pasearse a sus anchas por su linda cara. Giró nuevamente la cabeza hacia la ventanilla y siguió perdida entre las nubes que paseaban a su lado del avión. No tenía destino. Sólo cargaba con la tristeza de un pasado que pretendía quedarse de ocupa en su corazón.

martes, 1 de enero de 2013

Lazos de amor. Parte dos.

Marta se levantó del sofá bajo la atenta mirada de su hija y su novio, medio hermano o cualquier clase de incesto que fuera aquello. Doret, la suegra de su hija, a pesar de prestarle atención, parecía estar más ocupada atusándose el pelo que en el estado físico, que más bien era malestar psíquico, de Marta.
En la cocina se encontró a un preocupado Paulino y un desconcertado Javier.
-Marta, me puedes explicar por qué no pueden ser pareja nuestros hijos.
Marta se dio cuenta de que Paulino no le había contado nada, tal vez no estuvo tanto tiempo inconsciente,  o tal vez creyó que era su deber contarle la verdad.
-Tan mal partido te parece mi hijo para casarse con Laura. Ya sé que ella ha ido a un colegio bilingüe o trilingüe, o no sé cuántas lingues porque a veces no sé ni en qué idioma habla la chiquilla. Mi hijo fue a un colegio público, igual que su padre y lo he educado en los pilares del sacrificio y el esfuerzo. Es un buen muchacho, tiene buenos valores y mucho futuro en la empresa familiar. Miró a Paulino esperando obtener un poco de solidaridad masculina, pero se encontró con un hombre ausente y distante que no estaba allí, o al menos no como debía estarlo.
-Javier, no tiene que ver nada con tu hijo, seguro que es un muchacho excelente…Javier la interrumpió. – ¿Es por lo que sucedió entre nosotros?
-Javier por favor, no tiene nada que ver con lo nuestro ni con que tu hijo haya ido o no a un colegio privado. Nuestros hijos son…
La puerta de la cocina se abrió. Una espectacular mujer entró molesta por la ausencia de su marido y por todo el circo que se había montado del que ella no era partícipe. Cada vez que Marta miraba a aquella mujer la odiaba un poco más. Odiaba su elegancia, su piel tersa, su cuerpo esbelto y que acariciara a Javier. En ese momento se le encendieron todas las alarmas. ¿Por qué le molestaba que lo acariciara? Llevaba más de veinte años sin verlo, ¿aún sentía algo por él? Volvió a visitarla un mareo inesperado. Se apoyó contra la encimera y respiró profundamente.
-Continúa Marta, qué es lo que sucede con nuestros hijos-. Javier estaba nervioso, una vena gorda le cruzaba la frente latiendo con violencia.
-No pasa nada, tan sólo ha sido una sorpresa para todos. Marta está aún asimilando que nuestra pequeña abandone el nido, y tu hijo también es muy joven. No hay que darle más importancia. Vamos al comedor y disfrutemos de la cena.
Marta agradeció que por una vez Paulino estuviera en el lugar que debía estar y no planeando en universos paralelos y a años luz de ella. Él siempre bromeaba diciéndole que se iba a Paulinolandia, donde todo era más fácil y bonito.
Durante la cena hablaron de temas banales. Cada vez que Laura y Marcos se hacían algún arrumaco Marta sentía como la comida se revolvía en su estómago. Cruzó varias miradas con Javier, miradas furtivas, que escondían secretos y deseos que creía olvidados. Doret parecía no enterarse de nada, comía con refinamiento, masticaba demasiado la comida y le dedicaba alguna mirada a su marido que a Marta se le antojó falsa. Agradeció que su hija decidiera pasar la noche en casa y no se fuera con su futuro marido.
-Mamá, ¿te apetece que nos hagamos una mascarilla en la cara y nos pintemos las uñas como hacíamos antes? Laura volvió a ser su niña, se parecía mucho a ella, aunque había heredado la mirada de su padre.
-Claro cariño.
Cuando Marta volvió a la cama se acurrucó junto a Paulino, tal vez para encontrar consuelo o tal vez para espantar el fantasma de Javier que se había instalado en ella.
-Tienes que hablar con ese hombre. Los chicos no pueden seguir juntos, por dios eso es pecado, debes hablar con él o lo haré yo mismo.
-Yo hablaré con él, esto debe acabar cuanto antes.
           
Respiraba agitadamente, él recorría su cuello con sus ardientes labios. El roce de su barba hacía que la invadiese un escalofrío por todo el cuerpo. Ansiaba su boca, quería sentir su humedad dentro de la de ella. Jadeaba y buscaba su mirada. Él le agarraba la cara con las dos manos y el deseo saliendo por los poros de su piel. La besó con tanta pasión que llegó a dolerle, el deseo le quemaba y le ardía por dentro. Su lengua se movía traviesa jugando con la suya. Comenzó a desabrocharle la blusa, de repente se sintió vulnerable, ya no era la joven atractiva de antaño, su cuerpo había experimentado cambios y la gravedad empezaba a adueñarse de ella sin piedad, pero él la tranquilizó con una mirada tierna cargada de hambre, de hambre por su cuerpo. Le mordió un pezón haciendo que ella soltara un ahogado y reprimido gemido, activando todas las terminaciones de su cuerpo que aún no habían despertado ante tanta excitación. Se acariciaron con manos torpes pero ansiosas por volver a descubrir lo que ya conocían. Desnudos uno junto al otro no se sentía tan vulnerable, él seguía siendo atractivo, pero los años también lo habían visitado, eso le dio seguridad y se sentó a horcajadas encima de él. –Dios Marta, cuántas noches he soñado con esto-. Esta frase la humedeció lo suficiente para deslizarse dentro y saciar el deseo que estaba experimentando su sexo. Salía y entraba de su cuerpo haciéndolo sudar y recordar que nadie lo cabalgaría como ella. Se acariciaban asegurándose de no dejar ninguna parte del cuerpo sin mimar. Él salió de ella provocándole un enorme vacío, con un movimiento violento y seguro la tumbó y la penetró. Marta gritó de placer y dolor. Lo agarraba por la cintura para sentirlo cada vez más adentro. –Marta, Marta, no volveremos a separarnos nunca-, y con esta última frase la condujo hasta el ansiado clímax que deseaba sentir desde que volvió a verlo.
-Marta, Marta, despierta, estás teniendo una pesadilla. No parabas de gimotear y moverte-. Paulino la miraba atolondrado por el sueño.
-Tranquilo, estaba teniendo un sueño, un mal sueño-. Le besó fugazmente la mejilla y se acurrucó en su lado de la cama, arropando junto a ella a la vergüenza y a la nostalgia.