Bajó la
escalera con paso vacilante. Los peldaños lloraban con cada pisada, haciendo
crujir la destartalada madera. Encendió la luz. Un bombillo solitario, danzaba
en el techo sujeto por un cable que anunciaba estar en las últimas (como todo
en el lugar). Echó un vistazo al trastero, y sin una explicación lógica (dada
su condición) la encontró. Caminó hacia ella. La bajó del tercer estante de la
repisa. Sopló. Invitando al polvo a volar a otros reinos, lejos del palacio del
olvido. Se sentó en el suelo haciendo
caso omiso de la protesta de sus articulaciones. La abrió y con ella los
recuerdos dormidos. Una caja llena de cartas y fotos en blanco y negro, de un
viejo amor que con el paso de los años, anidó más y más, calando en rincones
del corazón que un simple mortal que no haya amado incondicionalmente, no sabrá
jamás que existen. Abrió un sobre y extrajo un papel de su interior:
Junio, 1941
Amada mía, aún continúo en estos lares donde no crece la hierba. Donde el
ser humano arrasa con la naturaleza y con la vida de sus compatriotas. Amada
mía, pienso en usted cada noche que miro este estrellado cielo que mece la nada
en la que ando inmerso. Cada vez que muere un soldado agradezco que Dios me
haya salvado la vida, que me haya concedido una nueva oportunidad para regresar
a usted. Siempre suyo, Nicolás.
Siguió revolviendo en la caja.
Encontró su foto. Estaba de pie, con la mano derecha se agarraba la gorra y con
la izquierda algo parecido a un rifle. Besó la imagen y se la acercó a su pecho.
Otra carta.
Octubre, 1941
Amada mía, perdóneme estos meses de ausencia. El enemigo avanza con
fuerza. El frío y el hambre están arrasando con el ejército. Se escuchan
rumores de que esta guerra terminará pronto, y podré cambiar las trincheras por
sus besos y caricias. No me olvide, amada mía. Siempre suyo, Nicolás.
Las lágrimas rodaban por las mejillas
de la anciana. Una anciana a quien el alzhéimer le había dado una tregua,
dejándola recordar por última vez a ese amor que allá por mil novecientos cuarenta
y uno, le pedía que lo esperase. De eso hacía más de cincuenta años, y allí
permanecía, fiel a una promesa que seguía latente. Tal vez el alzhéimer no se
cebó con ella. Quizá fue una estrategia del corazón, que le declaró la guerra a
los recuerdos, ganándoles la batalla y sumiéndolos al olvido que no duele.
Evitando algún atisbo de lucidez que ahondara en la llaga del desconsuelo.
Continuó hurgando en su memoria con forma de caja de zapatos.
Diciembre, 1941
Amada mía, sigo vivo. Sigo vivo por usted. Saber que me está esperando me
ayuda a sobrevivir en un país de muertos. Le estoy entregando los mejores años
de nuestra vida a un patriotismo sin sentido. Cada día muero un poco, preso de
esta leyenda de valentía. La echo de menos. Me pregunto qué hago aquí. Estoy
emboscado en una misión donde mi único objetivo es salir con vida. Soy un mal
soldado, pero es que la única guerra que yo quiero librar es con usted,
amándonos en su cama en llamas. Puede que sea la última vez que le escriba. No
deje de esperarme, por favor, amada mía. Siempre suyo, Nicolás.
Arrugó la carta. Envejeció
súbitamente un poco más. Es lo que tiene el recuerdo, es traicionero y cala
ahí, donde más duele. Donde quiere instalarse el olvido, fiel compañero de los
enamorados no correspondidos o correspondidos en la distancia, con caricias y besos ausentes. Pero a veces,
el amor da segundas oportunidades. Se habían girado las tornas, al final fue él
quien esperó por ella…Y su momento llegaba, respiraba con dificultad. Cerró sus
ojos, y envuelta en los recuerdos, olvidó cuánto dura el olvido. Por fin se
rencontrarían, aunque fuese en la otra vida.