Eran
de colores. Algunas tenían círculos. Otras estrellas, y las más atrevidas,
purpurina. Haciendo gala de la fiesta que celebraban en ese momento. Al menos
ella visualizaba así a las mariposas que revoloteaban, hiperactivas, en su
aparato digestivo.
Un poco de rímel, al ritmo
de la música. Dejó de cantar, en su
inglés particular, la canción de Bruce Springsteen “The River” (that sends me down to the river tonight down to the river my
baby and I oh down to the river we ride) para
ponerse carmín. Dos toquecitos en los labios
y posturita en el espejo. Miró el reloj. Las siete y media. Las mariposas
volvieron a hacer acto de presencia. En media hora, en menos de media hora por
fin podría…
Se levantó del sofá y agarró a su fiel compañero de los últimos
tiempos. Ese que lo apoyaba y en quien se apoyaba él. Pero era un compañero
silencioso, frío y poco empático. Aunque seguro y fiel. Anduvo, junto a él, por
la casa. Abrió la puerta derecha del ropero, donde estaban las camisas. Cogió
una. No le importó el color. Abrió la puerta izquierda. Cogió un pantalón.
Incoloro para sus ojos. Daba igual. Se aseguró de que fuese largo. Aún hacía
frío. Se vistió y salió en su busca, dispuesto a mirar la vida con los ojos del
corazón.
(Tres meses
atrás)
Navegaba por la red aburrida,
hastiada y abatida. – ¿No hay nadie normal en este mundo?-Pensó. -Sólo quiero
conocer a alguien que sepa escuchar. Que mire la vida con otros ojos. ¿Seré yo
la complicada?-. Entró en el foro “Locos por las letras”, estaban comentando el
libro “El laberinto de la felicidad” de Francesc Miralles y Alex Rovira. Un
libro que te invitaba a hacer un viaje interior de la mano de la protagonista
Ariadna, una mujer de treinta y tres años perdida en un laberinto donde, para
escapar, debía hallar respuestas a las cuestiones existenciales que dormían en
su interior: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?, ¿para qué vivo?
Había opiniones de todos los gustos, pero en especial le llamó la atención el
comentario de alguien que se llamaba: veoatravesdetusojos.com, hacía una
reflexión acerca de quiénes somos, haciendo hincapié en que somos un solo ser y
todos estamos conectados desde que venimos a este mundo, rompiendo esta magia
cuando nos alejamos de nuestro centro y caemos en las manos del ego. Pensaba
exactamente igual ella. Lo agregó al Messenger y comenzaron así una rutina de
conversaciones nocturnas, que comenzaron con temas literarios y terminaron por dejar
hablar al corazón. Citas que ambos esperaban, ansiosos, cada noche. Citas que
hacían que el corazón diera un vuelco cuando abrían el ordenador y al iniciar
sesión aparecía un círculo verde que les indicaba que el interlocutor estaba
listo para dar y recibir.
-¿Por qué
no nos ponemos cara de una vez?-. Insistió ella, deseosa por poder estar cerca
de ese joven que aceleraba los latidos de su corazón y enlentecía el recorrido
de las agujas del reloj, que vagas, trabajaban durante el día.
-Porque tal vez no te guste. O Quizá, no te mire como tú quieres que lo haga.
-¡No seas
estúpido! No quieres conocerme, es eso, ¿verdad?
Y como dice
el dicho: tanto fue el cántaro a la fuente que se enamoró del agua.
Llegó primero. O eso intuyó. No la vio por ningún lado.
Tampoco podía. Llevaba su seña de identidad. Una flor roja (al menos esperaba
que el florista que se la vendió lo hiciera de ese color, él sólo podía
confiar). De repente lo sintió (al miedo). Muy cerca. A su lado. Demasiado
cerca. Dentro de su pecho. Quiso huir. Tanteo a su alrededor. ¿Dónde estaba su
fiel compañero?
Cada vez estaba más cerca. Ufff, no
sólo le revoloteaban las mariposas en el estómago. También le sudaban las manos
y le fallaban las rodillas. Su abuela, que Dios la tuviera en los reinos de la
gloria, le diría que estaba enferma. La arroparía en la cama y le traería un
caldo, hasta que el virus se fuera. Pero ella tenía otro virus. Difícil de
curar y en ocasiones letal. Sufría de amor irracional, tal vez la peor de las
dolencias de esa enfermedad. Miró el reloj. Las ocho y diez. Iba con retraso.
¿Y si se cansaba de esperar y se marchaba? Comenzó a correr.
Encontró a su amigo. Lo agarró
fuerte. Se levantó y se dirigió a la salida. Huir. Huir. Era lo que debía
hacer. Aquello no estaba bien. ¿Una cita a ciegas? Nunca mejor dicho (en su
caso). Debía escapar de allí y quedarse con el recuerdo de sus conversaciones.
De esas mágicas noches. No quería escuchar una falsa excusa, pretextos carentes
de sentido que alejaban a la gente de él. Se abrió la puerta. Entró como un
rayo, a la misma velocidad que él salía. Chocaron. Su fiel compañero se
tambaleó. Cayó al suelo. Ella encima de él. Era ella. Olía a vainilla. Su seña
de identidad.
-¡Perdone!-.
Le dijo nerviosa. Entonces la vio, la flor roja.
-¿Eres tú?
¿Eres Mika?
-Sí, soy
yo. ¿Eres Luz?
-Sí-.
Respondió excitada. -¿Eres ciego?
-Sí. Ya has
descubierto mi secreto. Ese que tanto insistías en descubrir y en ocasiones
desconfiaste de que tuviera una doble vida.
-¡Oh,
chico! Es que te ponías tan misterioso cada vez que te proponía una cita.
Mika, rió.
Siempre conseguía hacerlo reír. Ella lo miró a los ojos. Unos ojos que no
miraban hacia ningún lado pero que escondían la belleza de lo desconocido.
-Ahora
entiendo lo de: veoatravesdetusojos.com. ¿Te gustaría ver a través de los míos?
-¿Te
gustaría a ti ser mi guía en este desdibujado mundo?
No hizo
falta respuesta. Se agarraron la mano. Ella para guiarlo, él para ser guiado. Y
juntos para recorrer el camino del amor incondicional.
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