Los
meses se le habían hecho eternos encerrada en aquel horrible lugar. Se equivocó
al creer que en la casa de Dios encontraría la salvación a su dolor. Había oído horribles historias de curas y
monjas que abusaban o maltrataban a niños, pero esas historias le quedaban
lejanas en el tiempo en forma de siglos pasados. Necesitaba creer en algo,
agarrarse a algo en la cruel sociedad en la que vivía y creyó que arropada por
la fe sanaría sus heridas, pero erró. Cómo podía sacar fuerzas cada mañana para
levantarse si había descubierto que ni siquiera la senda del señor era honesta.
Que la benevolencia, mansedumbre y ternura que nos vendía la iglesia era
mentira. Se había condenado a sí misma a la clausura en un lugar más corrupto
que la propia calle, con las decepciones del día a día y los golpes de la vida.
Su rutina en el convento era orar y seguir los horarios de las demás hermanas,
aun le faltaban dos meses para entrar en el periodo de noviciado, que consistía
en un año de preparación intenso en el ámbito espiritual para poder tomar sus
primeros votos. Permanecía el día dentro de su celda pidiéndole clemencia a
Dios, ya no le rogaba que borraras las penas de su corazón ni que la ayudara a
olvidar los dolores del alma. Ahora le pedía que le diera fuerza para sobrellevar
el castigo que se había autoimpuesto. “Señor, tú también sufriste por la maldad
ajena y no te rendiste. Ese era tu destino y tal vez este sea el mío. Dame
fuerzas para continuar”.
Sonia
decidió ingresar en el convento de Las Hermanas Marianas una tarde de invierno,
cansada de que le apalearan el corazón, se burlaran de sus sentimientos
o traicionaran su confianza, culpándola de cometer errores. No podía ni quería verse luchando en una guerra de palabras
que no la conduciría a ningún sitio, tener que gritar para ser escuchada y que
su propia voz solo le resonara a ella. Sin mirar atrás subió a un taxi que la
condujo al lugar en el que se encontraba ahora. Nunca olvidaría los ojos del
taxista cuando le preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer, parecía que
aquel apuesto joven sabía que con su decisión estaba suicidando el alma, pero
dejando al cuerpo con vida para que sintiera dolor. Alguien tocó en su puerta,
era la hermana Asunción.
-La
madre superiora quiere que vayas a su celda.
-Gracias,
hermana, ahora mismo voy.
Sonia
sintió arcadas al saber que tendría que volver a encarar con esa horrible
mujer, con el mismísimo demonio disfrazado de monja jugando a ser un ángel. La
hermana superiora era una mujer de unos sesenta años con unos repulsivos gustos
sádicos que quería que le saciase ella. Cansada de las dos monjas que le
bailaban el agua, había encontrado en Sonia el candor de la carne inocente de
la que ella necesitaba alimentarse para sentirse más viva.
-Pase-.
Le dijo la monja cuando sintió que tocaban en la puerta de su celda.
-¿Quería
verme madre?
La
madre superiora sonrió con depravación al ver a la joven. Se levantó y le
agarró con fuerza la cara pasándole la lengua por la boca. Sonia sintió deseos
de empujarla, de golpearla hasta que aquel animal dejara de respirar. Pero
tenía miedo, la hermana Asunción le había contado horribles historias de monjas
que se habían resistido a sus vileza y habían acabado en el exilio o condenadas
por sacrilegio. Así que aguantaba las aberraciones de aquel demonio,
infligiéndose a si misma la penitencia. La puerta de la celda se cerró. La
madre superiora se quitó el hábito, mutó la piel y se transformó en Belcebú y
Sonia en su víctima.
Había
oscurecido cuando regresaba a su mazmorra, la hermana Asunción la esperaba.
-Cierra
la puerta, que no se enteren de que estoy aquí y no enciendas la luz-. Le dijo
en susurros. –Te lo ha vuelto a hacer, ¿verdad?
Asunción
también había sido víctima de las perversiones de la madre superiora. Ella se
había criado en aquel lugar y no conocía cómo era la vida en el exterior. La
abandonaron cuando era un bebé en la puerta del convento, fue criada por las
hermanas de la congregación y víctima del ansia animal de la madre superiora.
-Sonia,
tienes que salir de aquí, hija mía. No mereces estar pasando por esto. No sé
cómo es el mundo ahí afuera, pero seguro que no tan cruel como lo que estás
pasando ahora.
-¿Y
cómo? Si no nos permiten salir de aquí. Este es mi destino, tal vez tengo que
pagar por los pecados que he cometido o por el daño que le haya podido
ocasionar a alguien. Es mi penitencia.
-Nadie
merece pagar una penitencia de este tipo, hija mía, quien único debe decidir
nuestro castigo es Dios, y eso lo hará cuando entres en su reino.
Sonia
se abrazó a la hermana Asunción y lloró, implorándole a Dios que le mostrara el
camino para salir de aquel infierno. Le prometió que si la ayudaba haría todo
lo posible para que la madre superiora pagara por sus horribles pecados. Las
sorprendió el amanecer tras una larga noche ideando un plan para ponerle fin a
aquel infierno con nombre de cielo.
Luis
llevaba tres meses dando palos de ciego, había ido al convento haciéndose pasar
por periodista con la excusa de admirar la labor que realizaban esas
mujeres encomendando su vida a Dios y quería hacer un reportaje, pero siempre
le daban la misma contesta a través del interfono: “La madre superiora está
enferma de gripe y a penas puede hablar, otro día será”.
-Pero
tío, eres imbécil, cómo crees que te van a dejar entrar. Es un convento de
clausura, además no creo que les interese que vaya ningún periodista a levantar
la liebre. A saber qué cosas ocurren ahí adentro.
-No
seas capullo, Mario, es un convento de monjas, qué cosas pueden ocurrir más que
rezar y condenar su vida al vacío absoluto.
-Joder,
Luis, te hacía más inteligente. Los curas y las monjas son los mayores
pederastas y proxenetas que ha habido en la historia. Visten su inmoralidad con
un disfraz y aplacan sus remordimientos rezando un padre nuestro. Remóntate
siglos atrás, a la época de la Santa Inquisición, cuando los miembros de la
iglesia condenaban a muerte a los que consideraban herejes.
-Eso
no significa que todas las personas que estén dentro del mundo religioso lo sean.
-No,
Luis, no estoy intentando decir que tu querido amor platónico de quien no sabes
ni el nombre sea una de ellas, solo quiero que entiendas que no es todo “amor
amor” en el mundo de la fe. Tengo la solución, ¿quieres acceder al convento?
Hazte pasar por alguien que quiere hacer un jugoso donativo a su congregación,
te aseguro que te recibirán con las puertas abiertas, tú podrás encontrarte con
tu querido angelito y yo me daré el gusto de demostrarte que son unas vividoras
que igual que la mayoría de la sociedad se mueve por dinero y si no el que esté
libre de pecado que tire la primera piedra.
Mario
siempre había sido un nihilista y descreído de toda ideología religiosa. Su
padre fue educado en un colegio de curas, sin embargo era un hombre agnóstico y
amante de la ciencia, por lo que desde niño mamó la aversión de su padre hacia
la teología, adoptándola como suya y llevándola a cabo.
-Pero
a mí ya me han visto, tengo la sensación de que a pesar de que se comunicaban
conmigo a través del interfono, estaban mirando por la ventana a ver quién era.
-Eso
dalo por hecho, no te preocupes. ¿Para qué están los amigos? Iré yo, tú me
acompañarás con la excusa de que quiero que la prensa haga un reportaje acerca
de mi donativo.
-Pero,
¿qué dinero piensas donar?
-Tranquilo, les diremos que queremos hacer un donativo, que nos gustaría
saber qué proyectos llevan a cabo y ver el convento. Cuando tú hayas encontrado
a tu princesita y la rescates de su mazmorra nos iremos diciéndole que
haremos una trasferencia bancaria y desapareceremos como por arte de magia.
-Tío,
eso es una estafa, es retorcido.
-A
ver, ¿tú quieres encontrar a Cenicienta? Pues es la única opción que tienes.
-Vale,
vale. Nunca he tenido escrúpulos y no voy a empezar a tenerlos ahora.
El
sol empezaba a salir, el destino fraguaba a favor de ambos, los planetas se
alineaban, pero por el camino, la batalla se apropiaría de alguna vida.