El sonido de sus tacones rompía
el silencio de la noche. Hacía frío. Las calles, silenciosas, esas que tantas
vidas veían pasar a diario, esas que conocían los secretos de todos los transeúntes,
ahora estaban desiertas. Se escondió dentro de su abrigo negro, alzó las
solapas del cuello y metió las manos en los bolsillos. La cabeza la llevaba
cubierta por un elegante turbante. Se detuvo en la esquina, desde allí podía
observarlo todo. Estaba en la calle Molino de Viento. La calle de las putas.
Los hombres conducían despacio mirando a un lado y a otro para decidir con qué
puta pasarían el rato. Ellas se paseaban por la acera, vestidas con lencería
barata (eso le hizo recordar sus inicios) cuando tuvo su primer servicio y
compró aquel conjunto de ropa interior en el chino que la llenó de urticaria,
sonrió con tristeza. Habían pasado muchas cosas desde entonces. Un coche se
detuvo delante de una joven, demasiado joven. La competencia estaba pisando
fuerte y de pronto se sintió mayor. A sus veinticinco años ya lo había hecho
todo en la vida (en cuanto a sexo) y se asustó. El hombre que había parado para
solicitar los servicios de aquella jovencita aparcó su Mercedes, se bajó y
caminó tras ella. Entraron a una vieja casa con la fachada llena de humedad.
Vicio los siguió, habían dejado la puerta abierta y ella, con cuidado de no ser
descubierta, miraba por una rendija. Justo en la entrada había una cama, una
cama con una sábana roja, al lado un balde que hacía las funciones de mesita.
Había más baldes en la pequeña estancia que olía a rancio, para evitar que las
goteras mojaran el piso. Sobre la mesa de noche (improvisada) había varios
condones y toallitas húmedas con las que el cliente se aseaba. A Vicio le
parecía todo demasiado cutre. Miró al hombre, era elegante. Llevaba una camisa
azul de Pedro del Hierro y un pantalón negro de pinza. El pelo engominado, y
entre el hedor de aquel cuarto, se podía adivinar que usaba un perfume caro. No
entendía por qué estaba allí. Podría ser un cliente suyo, que tenía más clase,
más experiencia y un lugar, sin ninguna duda, con mejores condiciones de
salubridad. Los observó, escondida en la penumbra. Nada de besos (norma común
en el mundo de la prostitución) una mamada sin gracia y con el preservativo
puesto, y completar la faena. Quince minutos, calculó Vicio y sonrió. La
competencia no era tan buena. Se alejó despacio. Acababa de ocurrírsele una
idea.
-Hola, querido-. Le dijo en el momento en el que lo
vio acercarse a su coche.
El hombre de la camisa azul miró sorprendido. Qué
hacía una mujer tan elegante a esas
horas de la noche y en la calle de las putas, y por qué se dirigía a él.
-Hola, señorita, ¿nos conocemos?
-No, pero me gustaría-. Y sonrió maliciosa.
-A ver, explícame eso-. Él también empezó a
interesarse por la conversación. Acababan de alimentar su ego masculino y eso
le gustaba.
-Bueno, veo que tienes ciertos gustos…ya sabes, que
te gusta escaparte de casa y…-. Señaló hacía el lugar del que había salido.
-Bueno, eso no es de tu incumbencia, además veo que
tú también tienes ciertos gustos, vamos, que te gusta mirar…
Vicio rió, era cierto, había ido a mirar.
-Dicen que quien mira encuentra.
-Muy astuta, pero el dicho dice así: el que busca, encuentra.
-Bah, viene siendo lo mismo.
-Entonces, ¿me estabas buscando?
-Quizá…
El silencio se hizo hueco entre ellos. Vicio lo
miraba. Era muy atractivo, tanto como Felipe. Qué estaría haciendo él ahora. Le
restó importancia y volvió a centrarse en su nueva presa.
-¿Sabes? Creo que tienes demasiada clase para estar
por esta zona, no sé, seguro que hay muchas mujeres dispuestas a complacerte
mucho mejor de lo que lo ha hecho ella, y en mejores condiciones, ¡créeme!
-¿A sí? ¿Eres una madame o algo de eso? ¿Estás
captando clientes?
-No. Yo trabajo por mi cuenta. Lo que vendría a ser
en este país un autónomo.
-¿Eres puta?-. Cuco, que así se llamaba, la miró
perplejo.
-Dejémoslo en experta
en proporcionar placer. Si quieres podemos ir hasta mi lugar de encuentro y
te lo demuestro.
Cuco estaba asombrado, había pasado por aquella
calle y tuvo un calentón entre tanta carne al aire. Estaban en invierno y
quería entrar en calor. Cierto es que la joven aspirante a concubina no era una
experta, pero la cosa no iba más allá de un simple polvo. Era un hombre, todo
era mucho más simple de lo que los demás creían. Y ahora se le aparecía aquella
mujer, y le ofrecía (según ella) la panacea. Estaba confuso, pero quería
comprobarlo.
-Vale, me gustan los juegos. ¿Adónde hay que ir?
Ambos se dirigieron, cada uno a su lado del coche, y
subieron en él.
-Cuando llegues al Puerto me avisas.
-¿Te aviso? ¿Es que piensas dormirte o algo?
-No-. Le dijo mientras se inclinaba y le
desabrochaba el botón del pantalón. –Voy a enseñarte lo que es una buena mamada-.
Y tras decir esto, se inclinó y comenzó a chupar. Vicio, era muy competitiva, y
no iba a dejar que ninguna niñata de veinte años le pisara el terreno.
Cuco conducía demasiado rápido, algunos radares de
la Avenida Marítima fotografiaron su coche (por suerte no lo que ocurría
dentro) suspiraba, gemía y apretaba con fuerza el volante. Cada vez que Vicio
succionaba la punta de su polla, la piel se le erizaba. Le gustaba notar como
jugaba con su lengua traviesa en la puntita, mientras la humedecía con saliva.
Luego volvía a metérsela toda en la boca y mordía parando en la línea del
placer y el dolor. No pudo aguantar más. Se desvió por una carretera que
conducía a la zona comercial de Miller, pasó el Centro Comercial, subió una
pendiente y entró por un descampado donde había un enorme cartel anunciando la
venta de pisos en construcción. Aparcó el coche, levantó la cabeza de Vicio y
la besó probando su propio sabor.
-¡Sal!-. Le dijo. Ella obedeció.
-Oye, papi, no estarás bravo-. Esta vez, el deje
sudamericano apareció solo. Habían sido tantas las veces que lo fingió que ya
le salía como suyo.
Cuco le desabrochó el abrigo y para su sorpresa,
Vicio no llevaba nada debajo. Sólo aquel abrigo que le llegaba justo por encima
de las rodillas, abrochado hasta arriba y debajo el premio. Como un regalo, con
su envoltorio y la sorpresa en el interior. Le gustó tanto lo que vio. Un
cuerpo atlético, terso, con la piel erizaba por el frío. La sentó en el capó
del coche, le abrió las piernas y comenzó a comer de ella. De aquella perita en dulce, suave, húmeda,
preparada para el placer. Vicio estaba disfrutando. El frío se estaba adueñando
de su cuerpo, pero era calcinado por el fuego que se estaba desatando en su
entrepierna.
-¡Quiero que me folles por detrás!-. Le ordenó. Cuco
no se podía creer lo que estaba viviendo. Le dio la vuelta sin contemplaciones,
la puso a cuatro patas y la penetró mientras acariciaba aquel agujero que tanto
pudor provocaba, que tantos tabúes cargaba y tanto placer reprimido escondía.
Cuando lo notó dilatado, listo para que lo profanaran (por primera o a saber
por cuántas veces) entró. Entró dentro de aquel estrecho recoveco del cuerpo
humano y notó como ella se contraía provocándole un inmenso placer a él. Y
entre gemidos y gritos de alabanzas a un Dios, en el que ninguno de los dos
creía, se corrieron juntos, bendiciendo al destino que los unió esa noche.
Vicio se limpió y le dejó el
paquete de toallitas para que él también lo hiciera. Una vez recompuestos
volvieron a subir al coche. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Lo que
acababa de suceder había sido surrealista.
-¿Cómo te llamas?-. Le preguntó Cuco mientras le
acariciaba la cara. Yo me llamo Cuco.
-Vicio, ese es mi nombre y me debes ciento cincuenta
euros, no creas que esto ha sido gratis.
Cuco la miraba, era muy joven y hermosa. Por qué era
puta, podría ser cualquier cosa menos esa.
-Te daré tu dinero, tranquila. Estoy acostumbrado a
pagar por lo bueno.
-Y por lo malo también, no hagas que te recuerde los
de hace un rato.
Ambos rieron. Le gustaba aquella joven, y si esa
noche simplemente había pasado por Molino de Viento por curiosidad y por un
calentón, ahora tenía claro que frecuentar putas, al menos una en concreto, se
iba a convertir en costumbre. El nombre de Vicio le venía estupendo. Sacó de la
cartera el dinero y se lo dio. Ella lo guardó y le sonrió satisfecha.
-Dime, ¿adónde te llevo?
-Antes te dije que condujeses hasta el Puerto, pero
creo que te perdiste. Mi hostal está en la calle La Naval y mi cuarto es el
sesenta y nueve, por si quieres volver.
Se dirigieron en silencio hasta el Puerto,
disfrutando de lo que había ocurrido y tal vez de lo que quedaría por ocurrir.
Esa
misma noche en otra punta de la ciudad.
Faltaban menos de doce horas para que Vicio se
instalara en su casa. Volvió a beber de su vaso de Whisky. Rodrigo estaba
ansioso por empezar su nueva vida como presidente con ella a su lado. Si las
cosas salían como había planeado, todo sería perfecto. Pero las cosas nunca
salen como se planean, y eso él lo entendería más tarde.
Esa
misma noche en un bar de la ciudad.
Felipe estaba borracho. Había vuelto a las andadas.
El camarero (que ya lo conocía por su inclinación a la bebida) le retiró la
botella de Drambuie.
-Por qué no me quiere, si yo la quiero a ella. Me ha
tirado como agua sucia, como a un perro. A mí, que tanto la quiero. Es una
ingrata, una fulana-. Y con esa retahíla se bebió dos botellas. Quería volver a
verla, necesitaba respirar su olor, acariciarla, sentirla. La maldijo, nunca
debió ablandarse, no era más que una puta. Maldijo también su época en la
Facultad de Medicina, cuando se convirtió en un monstruo, por culpa de aquella
noche… Mañana iría a buscar a Vicio, la obligaría a que lo atendiese, era su
profesión, tendría que hacerlo. Pero Vicio no estaría durante algún tiempo.
¿Cómo reaccionará ante esa ausencia?