-¿Cuántas
lágrimas caben en una pena?-. Le preguntó mientras deshojaba una margarita.
-¡Qué curiosos! Último pétalo. ¡No me quiere! Si ya me lo decía mi madre, que
debía aprender a leer el lenguaje de las flores.
Valeria
la miró. Decidió no contestarle. Sabía que cualquier cosa que dijese sería
interpretada a su antojo. Nunca fue una buena influencia para Lucia. Pero esta
se opuso a su partida en el momento que debían continuar su viaje por separado.
Realmente la mala influencia era Lucia. La obligó a quedarse, sabiendo cuáles
eran las consecuencias de aquella amistad.
-¿Qué,
no dices nada?- Si no le contestaba empezaría a dar gritos. Le reprocharía que
ella también la hubiera dejado sola en el camino de la vida. Donde había pocos
rosales y muchas espinas. La gente la miraría con desprecio. No quería revivir
esa escena. Ver como se la llevan, allí, a ese lugar donde se convertiría en
una más de las muchas como ella. En un número de expediente. En un diagnóstico.
-Tal
vez la margarita se esté equivocando, Lucia.
-¡No,
Valeria! No me mientas tú también. ¡Mira a tu alrededor! He deshojado cientos
de margaritas. Todas terminan igual, en un: “no me quiere”. Por eso terminó
así. Era lo mejor para ambos.
Valeria
volvió a mirar a su alrededor. Sentía mucho lo que había ocurrido. Lucia se
mecía en el suelo, abrazando sus rodillas y tarareando una canción.
Todo
empezó en el instituto. Lucia no tenía muchos amigos. Era la rara de la clase.
Siempre andaba sola y cabizbaja. Su físico no era de gran ayuda (algo rellenita
y con demasiado acné) por lo que sus compañeros, en la cresta de la
adolescencia, se cebaban con ella. Fue por entonces cuando apareció Valeria. Siempre
la escuchaba (aunque los demás no se dieran cuenta) Valeria le daba el valor
que a ella le faltaba para andar con la cabeza alta. Una amistad que, cuando
comenzaron sus problemas de conducta, se tornaba negativa ante los ojos de los
demás. Entonces, Lucia tomaba unos caramelos blancos, y por un tiempo olvidaba
a su amiga. Seguía con su vida. Creció. Se enamoró, y cuando recibía algún
revés del destino para el que no estaba en posición de devolver, se refugiaba
nuevamente en ella. Su comodín. Su vía de escape. Pero esta vez había llegado
demasiado lejos.
-¡Contéstame!
¿Cuántas lágrimas caben en una pena?
-Muchas,
Lucia. Caben muchas lágrimas.
-Por
eso yo no lloro, ¿verdad, Valeria? Porque me caben todas mis lágrimas en mi
pena.
-Sí,
Lucia. Por eso no lloras.
Valeria
miró al suelo.
-Yo
no quería hacerlo, Val. Pero no podía permitir ser invisible. Estaba enamorada
de él.
Las
sirenas cada vez sonaban más cerca. Las voces al otro lado de la puerta
anunciaban el final de aquella amistad, y Valeria deseaba que para siempre. No
quería volver. Lucia continuaba meciéndose en el suelo.
-No
me vas a dejar sola, ¿verdad, Val?
-No,
Lucia. Estoy aquí contigo.
La
puerta se abrió de golpe. La policía levantó a Lucia del charco de sangre sobre
el que estaba sentada. Había asesinado a su novio (quien no sabía el romance que
mantenía con aquella desconocida que acababa de terminar con su vida). Los
médicos le inyectaron un líquido transparente y le dieron uno de esos caramelos
blancos con sabor a locura. Mientras se deshacía en su boca, se difuminaba la
silueta de Valeria (real sólo para sus ojos). Tal vez no volviesen a verse
nunca. Las pautas de aquella amistad las marcaban los caramelos blancos que
tomaba su amiga. Y allí, en aquel lugar, Lucia tendría amigos de carne y hueso
con los que compartirlos, y Valeria podría pasar al olvido.
Que bonito. Que sutileza a la hora de jugar con lo que quieres contar. Nos ha encantado, a mi marido también. Te leemos los dos y por si te gustaría saberlo a veces me pregunta si la chica de la luna no ha escrito nada. Gracias por hacernos disfrutar con tus escritos. besazos preciosidad.
ResponderEliminarJeje. Me encanta lo de chica de la luna. Gracias por leerme. Muakis
ResponderEliminarMe encanta como hasta de un soplo de aire eres capaz de crear arte con las palabras. Sigue así, somos muchos los que disfrutamos con tu don.
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