El
tiempo, el que todo lo cura, el que pone las cosas en su sitio, el que te
indica el camino. El tiempo, el más sabio de los consejeros, el que pasa
despacio y te enseña deprisa. El tiempo, el consejo en boca de todos y en
práctica de nadie. ¿Y si el tiempo se fuera de vacaciones? ¿Y si renegase de
la responsabilidad que le han colgado los humanos para escapar de sus propias
miserias, con la excusa perfecta para no poner en marcha el motor de su vida,
por ellos mismos, si no consolándose en que el tiempo se encargaría de hacerlo?
¿Y si se pusiera el tiempo en huelga?… ¿Aumentarían los suicidios? ¿Se mojaría
la arena de los relojes? ¿Pasaríamos a una dimensión de los sentidos y
emociones anclados en un mundo paralelo? ¿Y si no existe el tiempo? Le llovían
las preguntas mientras se peleaba con la caja de los recuerdos pasados que
amenazaban con más fuerza que nunca, ahora que ella estaba más fuerte que
nunca, con escapar y asomar su linda carita y contestarle que el tiempo se tomó
un tiempo y que los sentimientos no tienen fecha de caducidad. Se sentó sobre
la caja y empujó la tapa hacia abajo con su trasero, mientras los escuchaba
decir que nunca podría escapar de ellos, que no bastaba una mugrienta caja
de cartón con olor a humedad guardada en el altillo de un ropero. Que se
colarían en sus sueños y aparecerían disfrazados de un perfume, con la melodía
de una canción o el sonido de un mensaje. Que el tiempo no garantiza el olvido,
pero asegura el perdón. Que el tiempo no borra, graba a fuego. Se sintió
estafada. Debió leer la letra pequeña del contrato de la vida, aquella en la
que en cursiva dice: Los sentimientos no
tienen fecha de caducidad. Ella se negaba a perder la batalla contra el
tiempo y los recuerdos. Abrió el tercer cajón del mueble de la cocina,
sacó un mechero y le prendió fuego a la caja. Se sentó a ver como ardía e hizo
caso omiso de las amenazas y voces que
procedían del interior, augurándole, que hacía falta mucho más que tiempo y
fuego para deshacerse de los recuerdos.