Reinaba el silencio en la
enorme casa. Era algo extraño y a lo que le costaría
acostumbrarse. Olía a
limpio, a desinfectante, y le molestó no percibir el olor a tostadas.
Jamás pensó verse en aquella situación
de soledad y desamparo, toda su vida había creído que sería el primero en
abandonar su nido familiar, por ello había trabajado duro, para dejarlo todo
perfectamente atado. Pero no sucedió así, primero fue ella y luego ellos dos.
Se sentó en la terraza y le crujieron las rodillas, se estaba haciendo mayor.
Miró a su derecha, la silla estaba vacía, pero por un momento creyó verla allí,
abstraída en su libro, con las gafas de pasta rosa y la vieja manta, a la que a
ella le gustaba llamar “manti”, encima de sus muslos. También creyó escuchar a
sus muchachos decirle, -nos vamos papá, regresaremos a la hora de cenar-, pero
nada era así, la realidad era otra. Estaba, como cada tarde de sus últimos setenta
y dos años, sentado en la terraza de su casa. Esa que lo había visto
convertirse en esposo, padre, viudo y solitario. Ahora estaba solo. Observó el
atardecer, sus cálidos colores, como el sol se despedía de una larga jornada
iluminando su camino para dar paso a una hermosa e imponente luna que velaría
por sus sueños. Deseó que fuera domingo, para tenerlos allí, si no a los dos,
por lo menos a uno de ellos. Sonó el teléfono y maldijo su artrosis cuando intentó levantarse rápido. Llegó a la
pequeña mesa redonda situada junto a la chimenea, justo cuando este dejó de
sonar, y volvió a maldecir su artrosis.
La voz de su hijo le reconfortó. –Hola papá, cómo estás, seguro que como un
toro. Mira lamento decirte que no podré ir a almorzar el domingo. Tengo mucho
trabajo y quiero terminarlo todo el fin de semana. Te llamo luego. Ah por
cierto, Jaime me llamó, tampoco irá el domingo, creo que tenía una cita con una
rubia despampanante compañera de la universidad, ya sabes como es…a alguien
habrá salido. Bueno papá, ya hablamos-.
“Para volver a escuchar el mensaje
pulse uno, para conservarlo pulse dos, para eliminarlo pulse tres”. Golpeó el
auricular para finalizar la fría y molestosa voz de la mujer que vivía dentro
de su teléfono. Se dejó caer en la mecedora, miró el calendario que había
colgado encima de la chimenea, era martes. Contó mentalmente, tendría que
esperar doce días para volver a tener compañía, verdadera compañía, porque su
limpiadora, la que habían contratado sus hijos para que mantuviese en orden la
casa, era una mujer de pocas palabras y tan veloz como una aspiradora, porque
no se le escuchaba llegar ni marchar. Sólo dejaba la huella de su presencia,
aquel desagradable olor a desinfectante y el plato de sopa dentro del
microondas.
La echó de menos, a su
compañera de viaje, esa que se montó una vez con él en el tren para recorres
juntos el camino de la vida, pero el camino de ella terminó antes de lo que
pensó, el pacto fue otro, él debía haberse marchado primero, pero Dios les jugó
una mala pasada y una enfermedad degenerativa había acabado con su esposa años
atrás, luego sus hijos crecieron y abandonaron el nido. Ley de vida, él también
lo había hecho. Y ahora estaba solo, viejo y triste. Abatido por el peso de la
edad, lo invadió la nostalgia, cogió el viejo álbum de fotos y comenzó a
recordar. El viaje a la playa con sus hijos pequeños y su hermosa mujer con
aquel vestido de flores posando con gracia para él. Las navidades, las caras de
sus hijos soñolientos abriendo los regalos. Él, disfrazado de rey mago, el
nacimiento de sus hijos…Sintió una punzada en el pecho, y la añoranza del
pasado.
Con el álbum de fotos
sobre su regazo, y una foto en la que aparecía su mujer con sus dos hijos en el
séptimo cumpleaños de Jaime, lo encontró la limpiadora a la mañana siguiente. Su
corazón no soportó el peso de la soledad y la ausencia de sus seres queridos, y
recordando el pasado, se despidió de este con un último suspiro.
Felicidades es un relato bello,triste pero muy real
ResponderEliminarMuchas gracias, Mariola, me alegro de que te haya gustado y sobretodo de que me leas. Muakis.
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