Llevaba
toda la noche sin dormir. Escribiendo una y otra vez retales de su vida. Los
papeles en blanco se amontonaban encima de la cama. La luz de la habitación era
cálida, se había acostumbrado a la oscuridad. Se sentía protegida y arropada
por la penumbra. Cuatro paredes que se habían convertido en su fortaleza.
Cuatro paredes fucsias adornadas con cuadros de Miró. Una cama enorme que
añoraba compañía. Un amplio ventanal con las persianas bajas para evitar que se
colara algún rayo de luz intruso, y ella
y su soledad decoraban su pequeño mundo. Terminó de escribir, leyó el
resultado, cogió la botella de cristal e introdujo el mensaje dentro. La cerró
con un tapón de corcho y le puso un lazo rojo. Dentro no sólo había un mensaje.
Estaban todos sus sueños y añoranzas. Los besos que había dado y los que no
volvería a dar. Besos dulces y apasionados. Traviesos y juguetones. Lentos y
cálidos cargados de amor. Besos y más besos. Besos forzados y besos con
palabras ocultas, te quiero, te deseo, me
atraes… Tenía que enviar el mensaje, aunque ello implicase salir de su
alcázar. Cogió su desgastada manta rosa y se cubrió los hombros. Fuera la
sorprendió el amanecer, sus ojos tuvieron que acostumbrarse poco a poco a los
rayos de sol, que insistentes intentaban golpearlos. Caminó durante cinco
minutos para llegar a su lugar favorito. Ese lugar que la naturaleza había
creado para ella. Un lugar puro, oxigenado. Llegó a la orilla del mar. Las olas
le dieron la bienvenida con un tímido susurro y un beso de espuma y sal. Se sentó en su roca favorita y dejó que el
mar le acariciara los pies. Miró al horizonte y buscó un punto fijo. Allá a
donde dejaba volar su imaginación. Permaneció en silencio unos minutos, lo que
para otros podría ser una eternidad. Amaba el silencio y la calma imperturbable
en la que se había asentado su vida. Sacó la botella de su bolsillo, la miró
por última vez y con un movimiento rápido y seguro la lanzó al horizonte. Su
mensaje navegaría por el mundo, tal vez llegara a algún puerto, quizá lo encontraría
su receptor. A lo mejor se perdería en la nada como lo había hecho ella. Se
levantó de su piedra y volvió a su dulce morada.
En la orilla de la playa se
encontraba él jugando con su perro. Era una tarde de invierno. El mar estaba
enfurecido y las olas se peleaban. Los días eran más cortos y el sol empezaba a
esconderse entre el cielo y aquella lejana línea que parecía dividir dos
mundos. Llevaba más de una hora allí y los pies de Jaime empezaban a arrugarse.
El frío le calaba los huesos y sus mejillas estaban coloradas por los besos
helados que le daba el aire. Aun así quería prolongar el momento de volver a
casa, que estaba triste y silenciosa desde que María, a quien creía el amor de
su vida, se había marchado con otro, que al parecer la hacía más feliz.
Conde
no le hacía caso, no atendía a sus insistentes llamadas en ninguno de los
idiomas que le hablaba. Jaime se acercó a su perro, jugaba con una botella que
tenía un tapón de corcho y un lazo rojo. Se la quitó del hocico con algo de
esfuerzo y justo antes de devolverla al mar sintió curiosidad por descubrir qué
mensaje oculto llevaba en su interior. Siempre había sido un soñador, le
gustaba fantasear con la vida y el amor. Tal vez por eso lo abandonó María, se
cansó de que viviera en mundos ajenos al real. Se sentó en una piedra y
descorchó la botella, sacó el papel y comenzó a leer.
Querido nadie, tal vez nunca recibas
este mensaje porque quizá no existas. Tal vez esa estúpida teoría de la media
naranja es sólo un mito que los humanos hemos querido convertir en real y nos
pasamos la vida cortando naranjas a ver cuál se adapta a nuestro jugo. Dicen
que todos tenemos esa mitad perfecta, que aparece en el momento adecuado para
pasar el resto de su vida a tu lado. Querido nadie no quiero que aparezcas. Así
que deja de buscarme. Ya he tenido algunas naranjas que han estado demasiado
agrias. Creí, en la última mitad que se me acercó, encontrar mi mitad perfecta
y volqué mi vida en él. Resulta que no fui tan perfecta para esa mitad y se fue a rodar
por el mundo a probar otras mitades y a mí me dejó sin jugo y sin ganas de
probar más frutas. Cambia tu rumbo porque me doy por vencida. Querido nadie
espero que algún día recibas este mensaje y lo puedas entender.
Con amor, tu media naranja imperfecta.
Lucia León, 14 de febrero de 1990. Las
Palmas de Gran Canaria.
Anocheció
mientras Jaime estaba perdido en la lectura de aquella carta. Era de 1990,
calculó velozmente, ese mensaje llevaba navegando más de treinta y cinco años,
era catorce de febrero del dos mil veinticinco, y había llegado a sus manos el
mismo día que esa extraña y desconocida mujer se abandonó al desamor y a la
soledad. Tal vez debía leer entre líneas, las cosas siempre pasan por algo. De
pronto sintió un enorme deseo de conocer a Lucía. Cuánto años tendría ahora,
seguiría viviendo en Canarias, si es que aún vivía. Qué habría sido de su vida.
Lucia había conseguido que dejara de pensar en María por un segundo, y tomó una
decisión. Como buen periodista intentaría encontrar a esa misteriosa mujer. Recordó
la cita de Miguel de Cervantes: Confía en
el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.
Y
con este último pensamiento se marchó con su perro y la botella como un niño
con un tesoro.
Te felicito por tanta creatividad!!
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que te guste. Muakis.
ResponderEliminarHola: Bellísima historia!!! Me ha emocionada la carta de Lucía y espero que Jaime la encuentre, tal vez...
ResponderEliminarBesitos =)
Hola...sí tal vez la encuentre...muchas gracias por tus palabras. Muakis
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