Tocaron
varias veces el interfono pero nadie atendía a su llamada.
-Te
lo dije, macho, esta gente nos está vigilando desde algún lugar y no quiere
abrirnos.
-Shhh.
Mario
iba vestido con su traje de Armani reservado para grandes ocasiones. El pelo
engominado, gafas de sol y exceso de perfume. Luis estaba nervioso,
llevaba una cámara de fotos colgada del cuello, vaqueros desgastados, y gafas
de aviador. Daba el pego, parecía un periodista de mundo.
-Convento
de Las Hermanas Marianas, ¿en qué podemos ayudarle?
Mario
se aclaró la voz.
-Hola,
estimada, mi nombre es Mario Ruiz, soy el Presidente del Partido Político
Católico Liberal, me gustaría hablar con la madre superiora. Como sabrá estamos
en plena campaña y quiero hacer un donativo (jugoso) a su congregación, ya que
mi partido vela por los derechos de los que dedican su vida al prójimo.
Luis
miraba con asombro a su amigo. ¿De verdad creía que se iban a tragar semejante
chorrada? ¿Partido Católico Liberal? Estaban jodidos…al otro lado del interfono
se escuchaban cuchicheos imposibles de descifrar.
-Empuje
y pase, por favor.
Ambos
entraron al amplio jardín que se escondía detrás del portón. Luis continuaba
boquiabierto mientras que Mario, con andar altanero, fanfarroneaba de sus
habilidades. Una monja de mediana edad los recibió.
-Hola,
soy la hermana Asunción, la madre superiora vendrá enseguida. Tomen asiento.
Los jóvenes
se sentaron mientras observaban el lujoso salón. Sillones con piel de ante,
candelabros bañados en oro, amplios ventanales. Demasiado lujo para un grupo de
mujeres que no hacían nada.
-¿Entiendes
ahora lo que te decía el otro día? Todo esto que ves lo pagamos nosotros con
nuestros impuestos. ¡Son unas vividoras!
Mario
hizo un gesto de desdén al volver a fijarse en los detalles del lugar.
-¡Pase!-.
Gritó la superiora.
Sonia
volvió a entrar a aquel horrible lugar. Volvió a bajar al infierno. La madre
superiora, como el perro de Pavlov al oír la campana, comenzó a babear. Se acercó.
Sonia permanecía inmóvil. La olió.
-Así
me gusta, hermana, que sea obediente y atienda a mi llamada. Serás una buena
monja. Obediente, fiel, sumisa, dedicada a los demás aunque no te satisfaga lo
que haces…o lo que te hacen. No debes olvidar que has entregado tu vida a
servir al prójimo.
La joven
aspirante a monja sentía su fétido aliento impregnando su cara. La madre superiora
le metió la mano debajo de la túnica y recorrió, en un camino ascendente su
muslo, hasta que llegó al rincón caliente del cuerpo de la muchacha. La acarició.
Jugueteó con su zona erógena y le introdujo dos dedos. Cerró los ojos y se
estremeció. Sonia estaba aterrada. No podía moverse. No entendía cómo aquella
vieja decrépita podía paralizarla. Bastaba con empujarla y salir corriendo,
huir de aquel infierno ajardinado. Pero tenía miedo. Miedo de las monjas que
bailaban al son de la hermana superiora. Miedo de ella. Miedo de la vida, que
ya la había tratado demasiado mal y no parecía tener intención de darle una
tregua. Cerró los ojos y se desmayó cuando sintió los labios malolientes y
resecos sobre los suyos.
Se pusieron
de pie cuando vieron a la madre superiora acercarse alisándose la parte
delantera de la túnica. A su lado una joven caminaba con la cabeza baja. Luis pudo
identificarla mientras se acercaban.
-¡Es
ella, es ella!
-¡Relájate!
Nos van a descubrir.
-Hola,
muchachos, soy la madre superiora, me ha comentado la hermana Asunción que
quieren hacer un donativo. No es necesario. Nosotras vivimos de la caridad,
buen hombre. ¿Por qué desea hacernos ese generoso regalo?
Luis
no podía apartar los ojos de Sonia, percibió en su rostro que había estado
llorando. Quiso gritar y pedirle justicia a Dios. Por qué lloraba, qué le
habían hecho.
-Y
este señor, ¿quién es?-. Preguntó la monja al ver como Luis no apartaba la
mirada de su monjita.
-Es
un amigo periodista, hará algunas fotos del momento en el que yo le
entrego el cheque, ya sabe como es la política, hay que vender. Ustedes ganan y
yo también.
La monja
accedió a regañadientes, no le gustaba que mirasen así a su dulcito. Pero otro
de sus vicios era el dinero, y aquel aspirante a alcalde parecía querer hacerle
un buen regalo.
-Muy
bien, pero que sepa que no puede hablar con la joven. Aun no se ha iniciado en
el periodo de noviciado, no debe hablar con hombres.
Los chicos
aceptaron. Luis estaba rabioso. Notaba, por la mirada de la joven, que no
estaba bien. Creyó leerle en los ojos la palabra auxilio. Comenzó a hacer
fotos. Del lugar, de la reunión de Mario con aquella vieja que carecía de
rostro angelical y de Sonia. Fotos y más fotos de Sonia. Necesitaba hablar con
ella, pero notaba los ojos inquisidores de la superiora sobre él.
-El
baño, por favor-. Le preguntó a una de las hermanas que podaba un rosal.
-Al
fondo, a la derecha.
Luis
escribió con rapidez en un trozo de papel higiénico. Salió del baño y mientras
la madre superiora miraba ensimismada el cheque con diez miel euros que le
había entregado Mario, se acercó a la joven y le puso, con disimulo, el papel
en la mano.
-Bueno,
una última foto y hemos concluido con la visita. Gracias, hermana, siga
haciendo esta hermosa labor. Rece por mí, seré un buen alcalde, se lo prometo-.
Sonrió y miró al cielo.
La anciana
los despidió con una sonrisa de satisfacción. Sonia continuaba mirando al
suelo. Abatida. Pero en su interior se había prendido una llamita. Tal vez ese
joven…quizá Dios había atendido a sus plegarias. Deseaba estar sola y poder ver
qué contenía aquel trozo de papel.
-¿Has
visto como te miraba ese joven? Te deseaba. Pero eres mía. Y sólo yo puedo
acceder a ese juguito que tienes entre las piernas. ¡Guarra!
Sonia
rompió a llorar y corrió a su cuarto. La maldad de la hermana superiora no
tenía límites. La monja que continuaba podando las rosas miró apenada al ver
como la joven huía. Sabía el motivo.
-¿Qué
miras? ¡Continúa con tus quehaceres!-. Le gritó la superiora.
Luis
estaba nervioso. Sentía que se desgarraba por dentro al alejarse de aquel lugar
sin ella. Algo malo estaba sucediendo, pero estaba dispuesto a enfrentar al
demonio por sacarla de aquel lugar.
-¿Y
bien? ¿Me crees o no? Son unas víboras. Por cierto qué le pasaba a tu
princesita, estaba llorando. La madre superiora no le quitaba ojo. Qué cosas
más raras.
-Sí,
lo sé. Le dejé un mensaje escrito en un papel.
-Pues
a esperar, amigo.
Luis
golpeó el salpicadero del coche. No quería esperar. Pero debía hacerlo. Las cosas
darían un giro inesperado…
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