-¿Y
por qué, mamá?
-¿Porque
así, siempre, sabrás dónde está cuando lo hayas perdido?
-¿Y
si los pierdo pero no suenan? ¿Cómo sabré dónde están?
-Confiando,
cariño. Hay respuestas que sólo obtendrás confiando.
Las
gotas de lluvia chocaban contra el cristal emitiendo un pequeño sonido. Gotas suicidas
que venían a poner fin contra su ventana. O tal vez, gotas víctimas del homicidio
de unas nubes que las arrojaron al vacío sin contemplación. Se acurrucó un poco
más. Sólo cinco minutos. Volvió a recordar aquella conversación.
-¿Confiando?
¿Y cómo se confía? ¿Cómo sabré cuando estoy confiando? Todo esto es muy
complicado.
-Pequeña,
sabrás que estás confiando porque te lo dirá el corazón. Hará sonar los cascabeles.
-¿Pero,
y si no suenan?
Su
madre la miró. Le acarició la cabeza. Le besó la frente, y se durmió. Para siempre.
Creció
intentando escuchar los cascabeles de su corazón. Maduró a base de
ensordecedores tintineos de unos cascabeles desprogramados para el amor. Mala suerte,
lo llamaban sus amigas. Pero ella sabía que había algo más. Tal vez su pobre
corazón era discapacitado. Quizá, debería llevarlo a algún doctor que lo
curase. Descartó el cardiólogo. Su dolencia no era física. Recordó a su madre. Sólo
tenía once años cuando murió. –Confía-. Se repitió. ¿En qué o en quién?-. Miró
al techo. -Mándame un señal, mamá-. Un rayo
iluminó la habitación. –La verdad que esa señal me ayuda poco, eh-. Otra ruptura.
¿Más o menos dolorosa? ¿Culpa de ella o culpa de él? Dejó de pensar. Tampoco le
dolía tanto. Todas acababan igual. Con un
tenemos que hablar…no eres tú soy yo…es que no estoy preparado para enamorarme…creo
que eres más de lo que me merezco… ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Ser
mala? Su amiga Paola siempre se lo decía: -A los tíos hay que darles caña, cuando
se lo pones todo fácil se cansan. ¿Por qué crees que yo y mi Javi llevamos
tantos años? Pues porque si él dice que quiere blanco yo le doy negro. Si quiere
pan, le doy bizcocho. Es así, amiga mía. Trátalos mal, y de tu mano comerán-. ¿Deshumanizarse?
Aceptó el desafío. Total, la bondad sólo la había conducido al sufrimiento,
quizá la soberbia, el egoísmo, y la desdicha (porque alguien deshumanizado es
desdichado) le asegurarían el amor eterno.
Las
gotas caían con más fuerza. El cristal de su ventana aguantaba, con estoicismo,
los golpes de la naturaleza. Miró el cielo. Un inmenso vientre gris pariendo
lágrimas. Lo vio. En el alféizar de su ventana había un gato, gris también,
mojado y con tristeza en la mirada. Ladeó la cabeza cuando la vio. Aruñó la
ventana con su pequeña patita, invitándose a pasar. Suplicando cobijo. Marta la
abrió. Volvió a cerrarla. Puede que dejando al gato fuera, mojado, con el frío calándole
los débiles huesos de su vertebrada columna, y con el hambre gritándole desde
el fondo de su barriga gatuna, comenzaría su proceso de deshumanización. Le dedicó una última mirada al gato. Este, sabiéndose
abandonado, lanzó un pequeño maullido. –Te perdono-. Escuchó Marta. –Los gatos
no hablan, estúpida-. –Los gatos no, pero los cascabeles del corazón, sí-. Barrió
su habitación con una rápida y temerosa mirada. ¿Estaba oyendo voces? –Confía-.
Dijo un eco lejano. Abrió nuevamente la ventana, cogió al gato, que temblaba
(como gelatina ante la presencia de un cuchillo) y lo arropó con una manta. Calentó
leche y se la dio. El gatito, agradecido, lamía el cuenco y le correspondía a
su salvadora con pequeños maullidos. Marta
miró su cuello. Llevaba un collar con dos cascabeles y una placa con un número
de teléfono y un nombre (intuyó que el del gato) ya que esperaba que su dueño
no se llamara: “Garfield 22”. Cuando los espasmos del animal cesaron, y hecho
un ovillo se durmió, llamó al número que aparecía en su collar.
-¿Sí?
-Hola,
¿eres…Garfield 22?
-¡Oh,
por favor! ¿Dígame que lo ha encontrado?
-Sí,
he encontrado a su gato. Estaba en mi ventana hace un rato. Si lo desea podría
darle mi dirección y recogerlo.
-¡Claro!
Tomo nota.
Marta
observaba al gatito dormir. Lo envidió. Había alguien que se preocupaba por él.
Que notaba su ausencia. Que lo echaba de menos y salía, en plena tormenta, en
su busca. Había alguien que le había puesto una placa para que siempre pudieran
localizar a su dueño. Deseó ser gato. Tal vez debía suicidarse y reencarnar en
felino. Con su suerte, seguro que la pondrían en un almacén a cazar ratones,
rodeada de gatos callejeros. Desechó la idea.
Sonó
el timbre. En el rellano había un joven apuesto. Con rostro de preocupación.
-Hola,
soy Andy. Muchas gracias por llamarme. ¿Y Garfield?
Marta
lo invitó a pasar. Fue al salón y cogió una manta rosa que envolvía al gato.
-Debe
ser un gato con súper poderes para causar tanto alboroto por perderse-. Andy
notó ironía en su tono.
-Los
tiene. Me hace feliz.
-Pues
será el único ser vivo que lo consiga.
Andy
volvió a mirarla. Vio su reflejo. Sabía qué tenía razón. Sobreprotegía a un
gato porque nadie lo había protegido nunca a él. Y se conformaba con la
sumisión de aquel animal que se mostraba agradecido sólo con que le pusieran de
comer y le rascaran la barriga. Su existencia se le antojó insípida.
-¿Me
invitas a un café? Así podría contarte muchos de sus súper poderes.
Marta
dudó. El gatito se despertó y al moverse entre la manta hizo sonar sus
cascabeles. Una voz, procedente del más allá, o del más adentro, le recordó…Confía.
Xaxa!!!!!!! Menos mal, un mes para publicar. Me ha encantado!!!! Porque será que siempre me identifico con lo que escribes. Espero que no tardes otro mes. Besitos.
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