Mi abuela siempre decía que hay personas que te rompen el corazón y otras que te lo pegan. Y luego están esas otras que se cuelan por las grietas y te lo encienden.
Yo llevaba varios años con el corazón roto, y sin nadie capaz de unir las múltiples piezas que quedaron esparcidas en un pecho lleno de malas hierbas.
Lo que mi abuela no me explicó fue cómo reconstruirme a mí misma. Cómo encender mi luz... Quizá la anciana no se olvidó, quizá quería que lo aprendiera sola, que los continuos golpes por la ausencia de luz me llevaran -por desesperación o por necesidad- a encontrar el interruptor. Mi interruptor.
Pero cuando uno se acostumbra a andar a tientas aprende a ver en la oscuridad, aunque esta sólo te muestre sombras, sólo una mitad de la realidad.
Y los años pasan... Y un buen día te tocan en la puerta del alma. Te tocan desde casa, desde dentro. Y una voz que te resulta familiar te dice, tímidamente, que antes de que decidas abandonarte, rendirte, querría ver la luz. Tu luz...
Y te concedes un último deseo. Cierras los ojos, te llevas la mano al pecho y pulsas el interruptor. Te recompones los pedazos y queda perfecto, sin grietas. Porque el amor es unidireccional, viene de adentro hacia afuera, y se expande... Salpicando a todos los que están a tu alrededor con purpurina plateada. Empapando con la lluvia de tu corazón a todo aquel que se quiera mojar contigo.
Y miro al cielo, y mi abuela me hace un guiño en forma de destello de luz.