Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

lunes, 26 de agosto de 2013

Antología de una prostituta 3



-¡Au!-. Gimió. Pero él la golpeó más fuerte. -¡Au!-. Repitió.
El cinto chocaba contra su culo provocándole un escozor que duraba varios minutos, y que aumentaba con un nuevo latigazo. Perdió la cuenta de cuántos azotes alcanzó y puso en marcha su instinto de supervivencia.
-Papacito, no me castigue más, mire que prometo ser buena, se lo juro por la virgencita.
-¡No, mami! Has sido muy mala y tienes que aprender. ¡Levántate!
Se incorporó y quedó frente a él. La inspeccionó con minucioso cuidado.
Alta, delgada. De huesos marcados (pero sin aspecto enfermizo), de piel muy blanca y pecosa. Los ojos color miel, combinados con el color de su larga melena ondulada. Nariz respingona y labios carnosos. Al sonreír se le marcaban dos hoyuelos en los cachetes y cuando la poseía el vicio (había descubierto que podía sucederle con algunos clientes), se mordía el labio inferior. Tenía los dientes pequeños, pero alineados, que se perdían dentro de su boca, tras sus gruesos labios. Llevaba un camisón corto, de gasa transparente, que le caía sobre las caderas.
-¡Date la vuelta!-. Le exigió con cara de satisfecho. Le acarició las nalgas moradas y las besó. Agarrándola del pelo la atrajo hacia él, y así de espaldas como estaba, comenzó a besarle el cuello. Esa muestra de pasión después de la agresividad de los azotes la estremeció y lo notó en la humedad de su polo sur. Se frotó contra él y sintió como su excitación aumentaba. De un sólo movimiento quedaron cara a cara y se leyeron, en los ojos, las miserias de ambos. La empujó hacia donde su mástil imperaba erecto y la obligó (sin tener que esforzarse mucho) a darle calor a su miembro, y ella (deseosa) obedeció. Era una experta haciendo mamadas, la satisfacción o lo rápido que sus clientes alcanzaban la cima de la montaña del placer,  la había graduado cum laude.
Su peculiar cliente se volvía más agresivo entre más excitado estaba y le amarró el cinturón (con el que le golpeó el culo) a modo de mordaza. La levantó por los brazos y la empujó contra la pared, provocando que se golpeara la cabeza. La cogió por los muslos subiéndola y quedando suspendida en el aire. La embistió de forma feroz.
Vicio, intentaba respirar a través del cepo que tenía en la boca. Comenzó a asustarse. Le faltaba el aire. Los ojos de aquel extraño estaban fuera de sí y por suerte para ella la liberó, aprovechando para recuperar su respiración algo entrecortada. La besó. Eso estaba prohibido. Nada de besos ni de quedarse tumbado a su lado después de haber terminado el servicio. ¡Nada de amor! Cuando quiso recordarle esa norma, le mordió el labio inferior y notó como la sangre caliente le bajaba por la barbilla.
Lo empujó y se zafó de sus manos. Fue al baño a mirarse la herida. Le había hecho un corte. Se lavó la boca y al levantar la cabeza lo vio detrás de ella por el espejo que colgaba encima del lavamanos.
-Aquí las normas las pongo yo. ¿Entendido?-. Y la metió dentro de la bañera.
Abrió el grifo y dejó que el agua fría apaciguara la tensión. Se volvió delicado y fue besando poco a poco cada rincón de su cuerpo, mientras se dejaban fluir como la cascada que caía por sus cuerpos. La hizo disfrutar y bebió de la panacea que escondía su vientre bajo. Esta vez (ya liberada) pudo gemir de satisfacción, convirtiéndose en una gota más de agua que se disuelve en tu mano después de un viaje de descenso al vacío. Volvió a penetrarla. Abrazados remaban a favor de la corriente para llegar a la orilla del río del placer. Y llegaron. Permanecieron unidos unos minutos.
Se respiraba un aire espeso entre ellos, como quien espera la revancha. Ya ataviados, él sacó un neceser de su maletín, la sentó en el borde de la bañera y le curó el labio. Le dio un beso en la frente y salió del cuarto de baño. Se tumbó en la cama.
-Debes irte. Sabes que otra de las normas es que no puedes quedarte después del servicio. Y ya violaste una, así que hazme el favor y lárgate-. La tensión de la situación la hizo olvidarse de su adoptado acento.
Sus ojos volvieron a encenderse con la agresividad de un depredador. Vicio, retrocedió. Debía cambiar de táctica.
-Pues quiero otro servicio. Pagaré el doble.
-Paga por adelantado.
La escrutó con la mirada pero aceptó. Sacó sesenta euros de la cartera y se los dejó encima de la mesa que estaba junto a la puerta de la entrada.
-Ahora quiero descansar un poco-. Y se tendió en la cama con la mirada fija en ella. Vicio no estaba segura de poder soportar otro combate como el de hacía unos minutos y pasó al plan B. Recuperando su fingido acento quiso amansar a la fiera.
-Bueno, papacito, te invito a una copa para reponer fuerza y me des candela de la buena.
Aceptó y Vicio se dirigió a la esquina de la habitación donde había una nevera y un mueble bar. Se puso de espalda al cliente, llenó dos copas de vino y en la de él añadió unas gotas de somnífero que le había preparado un camello de la ciudad para ocasiones en las que regía la supervivencia. Se acercó a la cama y le dio la copa. Se sentó a su lado y bebieron en silencio. Al cabo de diez minutos su acompañante casual dormía plácidamente. Lo vistió como pudo y llamó al sobrino del dueño del hostal, un joven de unos veinte años, de pocas palabras y un poco bruto. Se lo cargó al hombro y lo dejó en la dirección que aparecía en su documento de identidad. En dos horas despertaría sin recordar nada y con sensación de resaca.
Era puta, pero humana. Vendía su cuerpo, pero merecía respeto. Podías disfrutar de ella, con ella, pero no someterla, o tal vez sí. Tú pagas por el producto y haces lo que quieras con él. Pero ese producto tenía piel y nombre (aunque se esconda tras otro), tenía límites. Pero al fin y al cabo era puta. Había elegido la cara equivocada de la moneda. Una moneda de cambio sin más valor que ese, un trueque de placer por dinero. Ya llevaba demasiado camino andado y dar marcha atrás se le antojaba lejano. Se sacudió la negatividad, eran las tres de la tarde y su nuevo cliente estaba al caer.



lunes, 19 de agosto de 2013

Antología de una prostituta 2



Con treinta euros el mundo se ve de otro color. Aunque sigues formando parte de los pobres de esta sociedad, el tintineo de las monedas en el bolsillo apacigua la necesidad.
Paseaba con paso firme (a pesar de la altura de los tacones) por la ciudad, y se volvía y sonreía cuando alguien le decía un piropo. Puso en práctica la famosa postura, pecho hacia delante culo hacia atrás. Aun era un poco torpe en su quehacer, y es que convertirte en prostituta, actuar como una prostituta y llevar el vicio en la sangre (aunque ella lo llevaba como nombre), no es tarea fácil. Como cualquier ciudadano (hasta antes del camionero no se lo había podido permitir), se sentó en una cafetería y con ensayada elegancia cruzó las piernas. Levantó la mano y con un delicado movimiento le indicó al camarero que podía tomarle nota de su pedido.
-Una manzanilla, por favor.
Mientras esperaba, fingió leer el periódico. Con sumo cuidado (para que nadie se diera cuenta) fue a la página de contactos y leyó su anuncio, que iba acompañado de dos buenas razones a las que llamar tetas, como imagen:
“Joven diosa del placer lo tiene rico, calentito y preparadito para ti. Llámame, saciaré todos tus deseos. Vicio. Disponibilidad 24h”.
Cerró el periódico y le dio las gracias al camarero que le trajo la infusión y con fingido disimulo le miró el escote. Justo cuando se acercó la taza a los labios la sobresaltó el estridente sonido de su teléfono, provocando que se echase por encima la manzanilla. Con movimientos espasmódicos cogió servilleta para secarse el agua hirviendo que le cayó en los muslos. –Ahora sí puedo decir que lo tengo calentito-. Se burló.
El camarero, con desmesurada eficiencia, la ayudó a secarse. El teléfono continuaba sonando y pensó que había alguien mucho más caliente que ella (y no por derramarse el agua guisada encima).
Descolgó y se alejó de aquel mozo de manos inquietas (y no precisamente para servir café).
-Alo.
-¿Vicio?
-Sí, papacito, ¿con quién hablo?
Aquel forzado acento sudamericano no le quedaba bien, pero ella tenía la estúpida creencia de que a los hombres les gustaban las mujeres que hablaban como gatas desmayadas.
-Con el papacito que te va a castigar por ser mala.
(Al parecer no era tan estúpida su creencia).
-¿Y qué piensas hacerme? He sido muy desobediente.
-Tú dime hora y lugar, que yo llevaré el cinto para azotarte.
Se mordió el labio inferior, no estaba segura de querer que le dejaran morado el culo, pero en sus circunstancias treinta euros, eran treinta euros.
-A las doce en la calle La Naval, habitación sesenta y nueve.
-Allí estaré, mamacita rica.
Entró en la cafetería y pagó su infusión, ahorrándose la propina, ya que aquel empleado se había puesto las botas gratis (y no referente al calzado).
Llegó al hostal y cogió la llave de su habitación, de la que disfrutaba  siempre que quería a cambio de hacer feliz al dueño de las instalaciones, un viejo verde de avanzada edad. A sus setenta años no era muy difícil de complacer y en ocasiones no era necesario llegar al final, ya que el anciano se encendía con la misma velocidad que se apagaba (por suerte para ella).
A las doce en punto golpearon la puerta y su subconsciente la traicionó porque empezó a quemarle el culo.
Cuando abrió (nunca sabía qué se iba a encontrar), vio a un hombre espectacular. Era alto, de complexión fuerte, pero no musculoso. Con el pelo rubio y liso. Los ojos verdes y la piel curtida por el sol. Al sonreír dejaba al descubierto una hilera de perlas brillantes. Una bocanada de aire le trajo su olor, una mezcla entre jabón y aftershave. Su mirada era turbia, a pesar de la belleza del color de sus ojos. En la mano derecha llevaba un cinto con el que se golpeaba, suavemente, la palma de la otra mano.
-Has sido muy mala, nena, y me has obligado a venir hasta aquí para castigarte.
Lo dejó pasar y se saltó el protocolo de la ducha. Aquel hombre podía ser un depravado, pero no era sucio. La puerta se cerró y Vicio quedó contra la pared.
-Agáchate-. Le ordenó.
Ella, echando el culo hacia atrás, bajó el tronco y dejó las piernas totalmente estiradas. El castigo iba a comenzar…
CONTINUARÁ…



lunes, 12 de agosto de 2013

Antología de una prostituta 1



Puso flores en el jarrón de porcelana fisurado que había encima de la mesa de aquel cuarto número sesenta y nueve (la numerología conspiraba a su favor para que su primera vez fuera perfecta). Supervisó el baño y echó un chorro de lejía en el amarillento retrete. Abrió el grifo del lavamanos para que saliera el agua marrón de las tuberías y fluyera hasta que comenzara a ser transparente. Le dejó (al desconocido que estaba por llegar), una toalla limpia, (aunque descolorida y áspera por las historias de las pieles a las que había acariciado). Encendió   un incienso, extendió con la mano las arrugas de las sábanas blancas con el logo del hostal descolorido en la esquina y se sentó. Miró el reloj. Eran las cinco y media. Llegaba con retraso. Se miró al espejo y se pellizcó las mejillas. Inhaló y exhaló. Se ajustó el corsé que había comprado en un chino de camino al lugar (consecuencia de su equivocada compra eran los sarpullidos que comenzaban a salirle en la piel) y se subió el liguero. Dos golpes en la puerta le anunciaron que había llegado el tren con destino a su próxima vida. –Tú puedes-. Se alentó antes de abrir.
Al otro lado de la puerta se encontró a un hombre de unos cuarenta años, de metro ochenta y piel grasienta, con marcas de sudor en las axilas que hacían parecer más verde su camisa. Masticaba un palillo de dientes y parecía tener cierta molestia en la entrepierna (dedujo por su constante rascar y rascar).
-Tendré que ver si después de rascar hay premio-. Pensó, intentando meterse en el papel.
-Morena, no tengo mucho tiempo-. Gruñó, mientras señalaba un enorme camión aparcado a escasos metros. Era un camión de caja cerrada, destinada únicamente a contener y proteger la carga, acondicionado, con una estructura diseñada y construida para transportar mercancías a temperaturas controladas por unas paredes de unos cuarenta y cinco milímetros.
-¿Empezamos, muñeca?-. Insistió el cliente (quien siempre tiene la razón), mientras escupía en el suelo. Ella se había ido por unos segundos a algún lugar de su infancia, en el que viajaba con su padre (camionero también) por todo el país. De él aprendió todo lo que sabía de camiones. Pero ser camionera no era un trabajo de mujeres. Mejor ser puta.
-¡Claro, pasa!
El machote inspeccionó el cuarto y pasó el dedo por el alféizar de la ventana buscando una mota de polvo (a pesar de no poder presumir de limpieza en sus propias carnes).
-Una puta limpia-. Masculló. –Me gusta.
Se sentó en la cama y se quitó las botas dejando al descubierto unos calcetines que advertían haber sido blancos en algún momento.
-Debes ducharte, es una de las condiciones del servicio.
El cliente, a regañadientes, accedió, molesto por las exigencias de una puta tan limpia. Las otras, a las que frecuentaba, les daba igual una cama que un callejón, que olieses a rancio o a Armani, siempre que pagaras.
Vicio, que así se llamaba en su anuncio del periódico, puso música. Bailaban en la estancia, libres y ligeras, las dulces notas de una canción de jazz y el camionero pensó que ese polvo con música y ducha le iba a costar muy barato.
Salió desnudo del cuarto de baño y Vicio lo vio más atractivo. Sin preliminares ni calentamiento comenzaron a jugar el partido. Él, a entrar en portería, ella, a dejarse meter un gol. No hubo besos ni caricias. Algún susurro del tipo: -te gusta, puta-. Con alguna respuesta automatizada del tipo: -Si, me encanta-. Varios zarandeos, saques de esquina, fuera de juego y gol. Él vacío dentro de ella y ella llena de él.
En silencio se separaron los cuerpos solapados hasta el momento y con un fingido pudor volvieron a vestirse. El camionero, adiestrado en el servicio de la prostitución,  le dejó treinta euros al lado del jarrón de porcelana fisurado y ajustándose el pantalón a la altura de la entrepierna ya descargada, se fue, como un torero después de una buena corrida.
Vicio, se quedó allí, inmóvil. Vestida, pero con el alma desnuda. Sin dignidad pero con treinta euros en el bolsillo. Fue su primera vez, nada erótica ni placentera (y es que no se debe mezclar el trabajo con el placer). Se dirigió a la ducha y dejó que el agua turbia borrase las huellas de su primer cliente, para reinventarse, con algo más de experiencia, para el segundo. 



martes, 6 de agosto de 2013

Mi novela



Queridos lectores, el próximo mes de septiembre saldrá por fin a la luz mi primera novela, espero que la primera de muchas y las musas no se vayan, las tengo a jornada completa y sin derecho a vacaciones, no sé si estoy tentando al diablo y acabarán huyendo despavoridas de semejante tiranía. De momento parecen estar complacidas. Me encantaría que todos y todas asistiesen a la presentación de mi libro, que lleva por título: “Sí, los ángeles también lloran”. Creo que les gustará, pero no considero correcto ser yo quien les diga lo entretenida o fresca que puede ser, no quiero pecar de soberbia, prefiero que sean ustedes, los lectores, los que cuando llegue el momento la lean, disfruten y juzguen. Al fin y al cabo siempre se aprende de las críticas. Aun no sé la hora, fecha y lugar concreto de la presentación, pero iré dando información. Por ahora les dejo la portada de la novela, para ir calentando motores. Gracias por seguirme, mis mejores musas son mis lectores.