Este blog será nuestro punto de encuentro, en él se unirá la magia, los sueños, la luna y la literatura. ¿Por qué la luna? Porque es mi hogar. ¿Por qué la literatura? Porque es como único entiendo la vida.

sábado, 13 de julio de 2013

Fuego




Puede el mar golpear las rocas con la furia suficiente para hacerlas llorar y estremecerse, dejándolas embestidas y aullando su dolor callado, arraigado en el oscuro vientre subterráneo, de la madre naturaleza.
O puede el viento, a mil por hora, arrastrar vidas a lugares lejanos, para apalear sus cimientos y hacerlos tambalear.
También puede el cielo enfadarse con las nubes, haciéndolas gemir hasta que queden todos en la tierra ahogados por las tristes lágrimas que caen, de forma compulsiva, de la bóveda azul que nos vigila desde el firmamento.
Pero es el fuego el que calcina los corazones, el que hace arder las pasiones, que empiezan con el crepitar del deseo, extendiéndose con velocidad y arrasando las hectáreas del alma, que queda azorada por la sacudida de calor a la que se ve sometida. Y puede el fuego peregrinar por el mapa de tu piel, dejando tatuadas las heridas del ímpetu, convirtiendo en cenizas los sueños,  que fraguaste, cuando aquella incongruente chiribita se asomó a la ventana de tu corazón.    


viernes, 12 de julio de 2013

Agüita guisada



-No dejes de soñar-. Le dijo con voz cansada por el peso de la juventud que acumulaba sobre su espalda. –Cada vez que soñamos un hada se posa sobre tu hombro, da tres toques con su varita mágica y extiende polvos dorados a tu alrededor. Muchos enanitos trepan por tu cuerpo y llegan hasta tu cabeza, se cuelan en tus ilusiones y las hacen realidad-.
Esas fueron las últimas palabras de su querida yaya la noche que murió. Ella tenía tan solo seis añitos. Su yaya la había criado como a una hija desde el día que sus padres la abandonaron para irse a vivir la juventud que el nacimiento del aquel bebé, no deseado, les truncó. De ella había aprendido a leer las estrellas y la luna. Los años pasaron y ya estaba acariciando los treinta.
-¡Ay yaya, si pudieras arroparme esta noche y contarme una de tus historias! Pensó, mientras miraba por la ventana como el cielo anaranjado anunciaba la caída del atardecer que en pocas horas quedaría lejano. Se guisó el agua mágica, que según su yaya, secaba las lágrimas y endulzaba las penas. Un poquito de manzanilla, dos hojitas de laurel, unas gotitas de miel y mucho amor. –Con esto se te irán los dolores del alma, querida-. Solía decirle cuando era niña y llegaba llorando porque algo horrible le había sucedido en el colegio. Milagrosamente siempre acababa sacándole una sonrisa, el mejunje y su yaya, haciendo que sus tristezas se disiparan con el viento. Pero ya estaba mayorcita para cuentos de hadas y pociones mágicas. Dejó el agua guisada sobre la mesa y se fue a su dormitorio. –Dormir-. Pensó. –Dormir, eso será lo que anestesie las penas por unas horas-. El tintineo de una cuchara dando vueltas en una taza la estremeció y con miedo de encontrarse a un ser maléfico y aterrador, se dio la vuelta despacio.
Se paró el tiempo, los planetas dejaron de girar, la luna perdió su brillo y los corazones dejaron de latir declarándose en huelga.
-Querida, vuelve aquí y tómate el agua. También sana los corazones rotos. ¡No dejes de soñar que me espantas a las hadas! ¿Qué no te quiere? Bebe un sorbito y se te pasa. ¿Qué nunca te quiso? Añádele tomillo y asunto resuelto. ¿Qué es más feliz sin ti? Endúlzala con azúcar moreno.  ¿Qué eres y fuiste un estorbo en su vida? Unas gotitas de tía María, y el agua te recompondrá el corazón-.
Allí estaba su yaya, con su pelo blanco recogido en un moño con horquillas, con sus hermosos ojos azules abrazados por las arrugas. Los labios pintados de rojo, tan coqueta ella allá en el cielo, seguro que se puso así de hermosa para rencontrarse con su yayo. Quiso abrazarla pero tenía los pies anclados en el suelo. Su abuela se acercó con la taza en la mano, le acarició la mejilla y le besó la frente.
-No dejes de soñar. Cada vez que soñamos un hada se posa sobre tu hombro, da tres toques con su varita mágica y extiende polvos dorados a tu alrededor. Muchos enanitos trepan por tu cuerpo y llegan hasta tu cabeza, se cuelan en tus ilusiones y las hacen realidad-. Le dejó la taza en las manos y desapareció con un guiño de ojos.
El eco de su voz le dejó un último mensaje: -¡Recuerda! Para todo, siempre, agüita guisada-. Y como antaño, no sabe si el agua o su yaya, pero le sacaron una sonrisa.

lunes, 1 de julio de 2013

En busca y captura

Estoy en Mirihi, es una pequeñísima isla en el Atolón Alif Dhaal, perdida en algún lugar de las Maldivas. Esta isla no alcanza los tres metros sobre el nivel del mar y está en medio de un enorme océano que vagamente creo recordar que es el Índico. Pero el alcohol y las drogas han causado estragos en mi pésima memoria. Me llamo Lucía o Susana, también me he llamado Lorena y si mal no recuerdo Cristina. En los tugurios me llamaban Lola o Pepa. Soy puta, bueno era puta y por culpa de ello estoy en esta isla. Me buscan todos los cuerpos de seguridad del estado, la Interpol  y un rumano, cabecilla de una mafia de trata de blancas. Yo siempre he dicho que hay putas con clase y clases de putas. No sé muy bien a cuál de las dos pertenezco, he sido una puta con clase, cuando trabajaba en un hotel de cinco estrellas en el que solían hospedarse peces gordos, que después de las reuniones de trabajo solicitaban la compañía de alguna como yo, para quitarse el estrés. La técnica no tenía mucha ciencia, bonita lencería, cava, masaje y final feliz. El método anti estrés salía quinientos euros por hora, y yo debo reconocer que era un poco lenta y estiraba los minutos del reloj, haciendo que los viciosos que demandaban de mis servicios tuvieran que desembolsillar unos cuantos miles de euros, de los cuales solo le daba quinientos a mi chulo. Esta es la causa de que me busque el rumano. Al final acabó descubriendo el negocio y de paso jodiéndomelo. También he sido una clase de puta, de esas que están en la calle y se acercan a tu coche con medio culo por fuera pidiendo un buen meneo, eso sí, se pagaba por adelantado y luego solía llevarme alguna propina extra que me ganaba a punta de pistola. Por eso es por lo que me buscan todos los cuerpos de seguridad del estado, y porque alguna vez me tembló la mano y se disparó el gatillo. Nada grave, sobrevivieron. Cuando era una puta con clase adquirí ciertos hábitos no muy saludables, me enganché a la coca y al crac. La excusa es que quería escapar de la mierda de vida que llevaba u olvidar las situaciones desagradables de tener que revolcarme con viejos gordos y apestosos, que presumían de vestir de Armani, pero ahorraban en desodorante. La realidad es que soy una viciosa y tengo tendencia a engancharme a todo lo nocivo para mi salud. Así fue como conocí a Johanes, un ruso que solía reunirse con sus discípulos en el hotel en el que trabajaba, a pesar de tener a su disposición a más de veinte putas siempre me elegía a mí, su rumana favorita. Lo peor es que soy más española que los toros, pero sé fingir muy bien el acento. De piel blanca, ojos claros y pelo oscuro. Vamos, que doy el pego. Con Johanes viví una historia tóxica y apasionada. Creo que incluso me enamoré de su fuego, de su virilidad y de sus malos tratos. Así que cuando descubrí que para él era una puta más, decidí vengarme. Sabía que tenía un buen negocio entre manos, estaba esperando la llegada de un cargamento de coca que entraría a España por Cádiz, de allí lo llevarían a tres ciudades a cortarla y distribuirla. Escuché todas sus conversaciones, memoricé algunos números de teléfono e hice algunas llamadas. Lo delaté y me llevé un pellizco de la mercancía que vendí a buen precio. Por esto es por lo que me busca la interpol. Y ahora estoy aquí, en Mirihi, una isla atemporal donde no tengo a nadie a quien estafar ni teléfono  ni conexión a internet, estas medidas he decidido tomarlas yo, por si alguno de mis captores me localiza por GPS. Tengo muchísimo dinero escondido en un lugar al que no puedo acceder y varias cuentas pendientes. Aquí no puedo hacer más nada, salvo meditar cómo volver a encauzar mi vida. No quiero convertirme en un ama de casa con rulos, un marido al que prepararle la cena e hijos a los que darles un beso de buenas noches. Yo aspiro a más. Como mínimo a adueñarme de un pedacito de este mundo en el que vivo y de momento empezaré por aquí, esta preciosa isla que no aparece en ningún mapa ni en las guías turísticas, perdida y olvidada por los relojes, rechazada por el tiempo y tristemente colonizada por mí (…)

martes, 18 de junio de 2013

Sin fecha de caducidad

El tiempo, el que todo lo cura, el que pone las cosas en su sitio, el que te indica el camino. El tiempo, el más sabio de los consejeros, el que pasa despacio y te enseña deprisa. El tiempo, el consejo en boca de todos y en práctica de nadie. ¿Y si el tiempo se fuera de vacaciones? ¿Y si renegase de la responsabilidad que le han colgado los humanos para escapar de sus propias miserias, con la excusa perfecta para no poner en marcha el motor de su vida, por ellos mismos, si no consolándose en que el tiempo se encargaría de hacerlo? ¿Y si se pusiera el tiempo en huelga?… ¿Aumentarían los suicidios? ¿Se mojaría la arena de los relojes? ¿Pasaríamos a una dimensión de los sentidos y emociones anclados en un mundo paralelo? ¿Y si no existe el tiempo? Le llovían las preguntas mientras se peleaba con la caja de los recuerdos pasados que amenazaban con más fuerza que nunca, ahora que ella estaba más fuerte que nunca, con escapar y asomar su linda carita y contestarle que el tiempo se tomó un tiempo y que los sentimientos no tienen fecha de caducidad. Se sentó sobre la caja y empujó la tapa hacia abajo con su trasero, mientras los escuchaba decir que nunca podría escapar de ellos, que no bastaba una mugrienta caja de cartón con olor a humedad guardada en el altillo de un ropero. Que se colarían en sus sueños y aparecerían disfrazados de un perfume, con la melodía de una canción o el sonido de un mensaje. Que el tiempo no garantiza el olvido, pero asegura el perdón. Que el tiempo no borra, graba a fuego. Se sintió estafada. Debió leer la letra pequeña del contrato de la vida, aquella en la que en cursiva dice: Los sentimientos no tienen fecha de caducidad. Ella se negaba a perder la batalla contra el tiempo y los recuerdos. Abrió el tercer cajón del mueble de la cocina, sacó un mechero y le prendió fuego a la caja. Se sentó a ver como ardía e hizo caso omiso de las amenazas  y voces que procedían del interior, augurándole, que hacía falta mucho más que tiempo y fuego para deshacerse de los recuerdos. 


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